domingo, 26 de junio de 2016

Una erupción de astillas (por Sara Mesa)


¿Qué hay en el espejo trizado, que en él me reconozco?

¿Son los fragmentos rotos, la ceniza,

este limo estrellado,

estas leves partículas briznadas,

el reflejo poliédrico, escarchado,

el eterno fractal inaprensible,

las limaduras, el serrín, los segmentos;

la descomposición,

es quizá más cercana a mi esencia

a mi alma

que toda la lisura y plenitud

de un espejo pulido?


Manto de hierba.

Soles movibles, fugaces, incompletos.

El mar está formado por un inabarcable movimiento de gotas, de mareas.

Mi saliva jamás destila igual,

nunca es la misma.

La metralla implacable de mis pies, de mis ojos,

reverbera en la noche:

un prisma de cristales, como agua infinita

que se ondula despacio con los flujos nocturnos.


Y soy yo, centelleo; somos todos brillando,

como pájaros de aire que surcan el espacio,

donde no tropezamos con estrellas rotundas,

donde solo hay migajas, ralladuras y polvo.


Mi rostro no se rompe; es elástico,

se recompone mil veces; humedades

distintas me modelan, soplos tibios

de vigor, de deseos, de temibles,

dulces, cambiantes, perecederas ansias

me conforman.


Una erupción de astillas me sostiene.

Soy débil y soy fuerte; ya mi cuerpo

que se alza soberbio y espejea

en añicos de azogue, con fulgores

propios, frescos, novísimos, nunca antes entrevistos;

ya mi forma transida se destapa

y soy yo y soy miles y soy yo siendo miles.


Sentada en una cumbre -visceral, no tangible,

imaginada siempre como refugio y roca-

contemplo el universo disgregado.

Y sé que estoy ahí y en cada cosa

y que el espejo roto me recoge con luces y con nombres

que yo aún desconozco

y que son míos.


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