jueves, 11 de enero de 2018

Pero por la cabeza le rondan... (por Wislawa Szymborska)


Le dio por la felicidad,
le dio por la verdad,
le dio por la eternidad,
¡miradlo!

Apenas distinguió entre realidad y sueño,
apenas comprendió que él era él,
apenas chapuceó con su mano nacida de una aleta
una piedra de lumbre y una nave espacial,
capaz de ahogarse en una cucharada de océano,
poco gracioso incluso para la vacuidad,
sólo ve con sus ojos,
sólo oye con sus oídos,
su gran logro lingüístico es el condicional,
usa su razón para increpar a la razón,
en una palabra: es un cero a la izquierda,
pero por la cabeza le rondan la libertad, la omnisciencia y el ser
fuera de la carne torpe,
¡miradlo!

Porque parece existir,
haber llegado a ser de verdad
bajo una de las estrellas provincianas.
Vivaz y bastante movedizo a su manera.
Pese a ser un bastardo de un cristal
está harto estupefacto.
Pese a haber vivido una infancia difícil
entre las necesidades de la manada,
no está mal individualizado. ¡Miradlo!

¡Adelante, aun por un instante,
por un abrir y cerrar de una pequeña galaxia.
Que por fin se vea a grandes rasgos
quién será, dado que existe.
Porque es tenaz.
Muy tenaz, a decir verdad.
Con ese aro en la nariz, con esa toga, con ese jersey.
En fin, es una monada.
Pobrecito.
Todo un hombre.


4 comentarios:

  1. Érase una vez el hombre... Según Goethe, es a la vez orgullo y vergüenza de la Naturaleza.

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  2. Cuesta trabajo creer que seamos el summum del universo. A lo sumo de este microplaneta.

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  3. Eres como la nieve
    que cae a copos
    y por eso te quieren
    tanto mis ojos.

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  4. Enero


    El agua golpea sobre el cuerpo
    de mi hijo.
    Tiene doce años y ríe
    sin parar, semidesnudo en la mitad del patio.
    Nos rodea el verde,
    la hiedra en los muros,
    la tierra en los canteros de cada esquina.
    De pronto el agua es una bendición,
    y en este cuadrante del mundo
    que nos contiene a los dos,
    todo lo demás se escurre.
    Sólo su risa
    irrefrenable
    sacude mi corazón como campanas
    en lo alto de una iglesia.
    Su risa es sagrada,
    el agua brillante sobre la piel morena.
    Yo me quedo sorda y ciega hasta saciarme
    nada más contemplándolo.

    Ahora mi hijo baila de felicidad
    y me pide que le arroje otro balde,
    y después otro más y otro que lleno hasta el tope.
    Estamos solos
    él y yo, bajo el fulgor
    de este día de verano.
    Ya descendieron los dioses
    para saludarme, lo sé.
    Es el año nuevo.

    (GRACIELA BATTICUORE)

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