jueves, 28 de noviembre de 2019

Hay ganas de no tener ganas (por César Vallejo)


Hay ganas de volver, de amar, de no ausentarse,

y hay ganas de morir, combatido por dos

aguas encontradas que jamás han de istmarse.


Hay ganas: de un gran beso que amortaje a la Vida,

que acaba en el áfrica de una agonía ardiente,

suicida!


Hay ganas de... no tener ganas. Señor;

a ti yo te señalo. con el dedo deicida:

hay ganas de no haber tenido corazón.


La primavera vuelve, vuelve y se irá. Y Dios,

curvado en tiempo, se repite, y pasa: pasa:

a cuestas con la espina dorsal del Universo.


Cuando las sienes tocan su lúgubre tambor,

cuando me duele el sueño grabado en un puñal,

¡hay ganas de quedarse plantado en este verso!


2 comentarios:

  1. Wang Jiling preguntó cuál era la diferencia entre la poesía y la prosa.

    Wu Qiao le respondió que el mensaje de un escritor es como el arroz:

    "Cuando escribes en prosa, cocinas el arroz. Cuando escribes poesía, conviertes el arroz en vino de arroz.

    Cocinar el arroz no cambia su aspecto, pero convertirlo en vino de arroz cambia tanto su calidad como su aspecto...

    El vino de arroz, por otra parte, lo embriaga a uno; convierte en alegres a los tristes y en tristes a los alegres.

    Su efecto está sublimemente más allá de la explicación."

    (LU JUREN)

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  2. Es serena y sagrada la lenta caída del sol
    cuando el atardecer del verano detiene el tiempo
    y su luz dorada acaricia como un ciego la superficie
    de todas las cosas que están a su alcance,
    reconociéndolas como suyas,
    amándolas más que nunca con sus hábiles manos
    de orfebre, livianas y puras, demorándose en ellas
    como si fueran la más hermosa de sus filigranas.

    El ejército rojo del sol final va incendiando los límites
    de toda la ciudad. Los muros de ladrillo antes solitarios
    y anónimos, los altos edificios de cemento gris
    y las inválidas cabinas telefónicas,
    parecen por su fulgor acumulado monumentos que el verano eleva
    a la altura de los templos, a la contundencia
    metálica de lo eterno, como si todas las calles al atardecer
    con sus rejas y vitrales y terrazas
    se convirtieran en un enorme panteón pagano.

    En la noche y a la distancia
    la memoria y su tinta solitaria realizan
    el catálogo melancólico de sus ruinas doradas,
    desenterrando bajo los días lo suyo de los veranos,
    los dioses que también fueron suyos,
    en la más desolada y ardiente de las profanaciones.

    De la inútil reclamación por sus pertenencias
    sólo queda un resto de polvo de oro entre las uñas
    y por el aire un fugitivo perfume de magnolias.

    (RAMÓN COTE)

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