martes, 25 de diciembre de 2018

Ama al cisne salvaje (por Robinson Jeffers)


Odio mis versos, cada línea, cada palabra.
Oh pálidos y frágiles lápices intentando siempre
la curvatura de una hoja de hierba o la garganta de un pájaro
que se suspende en la rama, erizado contra un blanco cielo.
Oh quebrados y crepusculares espejos siempre por atrapar
un color, un raudo destello del esplendor de las cosas.
Cazador desafortunado, oh balas de cera,
la belleza del león, las alas del cisne salvaje, la tormenta de las alas.

Este cisne salvaje del mundo no es presa de cazadores.
Mejores balas que las tuyas errarían el blanco pecho,
mejores espejos que los tuyos se quebrarían en la flama.
¿Acaso importa que te odies a ti mismo? Cuando menos
ama tus ojos que pueden ver, tu mente que puede
oír la música, el trueno de las alas. Ama al cisne salvaje.


3 comentarios:

  1. Me recuerda este poema de Walt Whitman:

    Cuando escuché al astrónomo erudito,
    cuando las pruebas, las cifras, fueron puestas en columnas delante de mí,
    cuando me enseñaron los mapas y los diagramas para sumarlos, dividirlos, medirlos,
    cuando sentado escuché al astrónomo, con gran aplauso en el salón,

    qué extrañamente rápido me harté,
    hasta que levantándome y deslizándome me alejé solo,
    en el aire nocturno, místico y húmedo, y de tiempo en tiempo
    miré en perfecto silencio

    las estrellas.

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  2. Da igual que lo pinte Goya o Velázquez: Donde esté lo vivo, que se quite lo pintado.

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  3. Salió una mariposa de su capullo
    como sale una dama de su casa una tarde de verano;
    yendo de aquí para allá;
    sin rumbo, según parecía,
    excepto vagar por ahí
    en un caprichoso deambular
    que los tréboles comprendían.
    Su bonita sombrilla fue vista cerrándose
    en un campo donde los hombres segaban heno;
    después, luchando denodadamente
    contra una nube adversa;
    y allí donde otras, delicadas como ella,
    parecían no ir a ningún lugar
    en una circunferencia sin propósito,
    como un espectáculo tropical.
    Y mientras la abeja trabajaba,
    y mientras la flor celosamente brotaba,
    esta holgazana multitud
    las desdeñaba desde el cielo.
    Hasta que el ocaso se extendió,
    una constante marea,
    y los hombres que segaban el heno,
    y la tarde, y la mariposa,
    desaparecieron en el mar.

    (Emily Dickinson)

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