zUmO dE pOeSíA

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de todos los colores, de todos los sabores

ALEATORIUM: Saca un poema de nuestro almacén

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miércoles, 30 de noviembre de 2016

La piedra (por Herbert Zbigniew)


La piedra es una criatura
perfecta
igual a sí misma
cuidadosa de sus fronteras

repleta con exactitud
de un sentido pétreo

de un aroma que no trae ningún recuerdo
nada espanta, no despierta deseos

su entusiasmo y frigidez
son razonables y llenos de dignidad

siento un reproche pesado
cuando la levanto
y su cuerpo noble
traspasa mi falso calor

Las piedras no se dejan domesticar
nos observarán hasta el fin
con ojos sosegados, clarísimos


martes, 29 de noviembre de 2016

Extraviados (por Leónidas Lamborghini)


Como el que un día
leyendo el diario
se sorprende
en la sección Extraviados

y quién soy
y dónde estoy se pregunta.

Como el que ve esa foto
de su rostro
allí
y reconoce su rostro
pero no se identifica

y quién soy
y dónde estoy se pregunta.

Como el que lee
sus datos de identidad
allí
debajo de la foto
de su rostro
y se identifica
pero no se reconoce

y quién soy
y dónde estoy se pregunta.

Como el que intenta
hacer memoria
y toca su cuerpo y se dice
soy éste, estoy aquí
y comienza a buscarse
y no se encuentra

como ese
como ese

y quién soy
y dónde estoy se pregunta.




lunes, 28 de noviembre de 2016

Mi vida así (por Claudio Rodríguez)


La encina, que conserva más un rayo
de sol que todo un mes de primavera,
no siente lo espontáneo de su sombra,
la sencillez del crecimiento; apenas
si conoce el terreno en que ha brotado.

Con ese viento que en sus ramas deja
lo que no tiene música, imagina
para sus sueños una gran meseta.

Y con qué rapidez se identifica
con el paisaje, con el alma entera
de su frondosidad y de mí mismo.
Llegaría hasta el cielo si no fuera
porque aún su sazón es la del árbol.

Días habrá en que llegue. Escucha mientras
el ruido de los vuelos de las aves,
el tenue del pardillo, el de ala plena
de la avutarda, vigilante y claro.

Así estoy yo. Qué encina, de madera
más oscura quizá que la del roble,
levanta mi alegría, tan intensa
unos momentos antes del crepúsculo
y tan doblada ahora. Como avena
que se siembra a voleo y que no importa
que caiga aquí o allí si cae en tierra,
va el contenido ardor del pensamiento
filtrándose en las cosas, entreabriéndolas,
para dejar su resplandor y luego
darle una nueva claridad en ellas.

Y es cierto, pues la encina ¿qué sabría
de la muerte sin mí? ¿Y acaso es cierta
su intimidad, su instinto, lo espontáneo
de su sombra más fiel que nadie? ¿Es cierta
mi vida así, en sus persistentes hojas
a medio descifrar la primavera?



domingo, 27 de noviembre de 2016

Pero al alba siguiente posponía el viaje (por Marco Antonio Campos)


Era agosto. Era 1988.
Yo veía desde lejos, como si estuviera
en cubierta, la línea verde, la línea larga
verde y sinuosa de la isla de Ítaca.
Oía el silbido de las embarcaciones
a punto de partir.

Bajo el sol en fuego de las cuatro de la tarde
a diario subía la colina para contemplar Ítaca
y oía los versos de los líricos arcaicos en el murmullo
de plata de los olivos. E imaginaba Ítaca.

En los caseríos de la isla miraba a las ancianas
tejer asiduas a la hora del atardecer y a los viejos
hablar como sólo lo hace el rumor de las olas.
Oía pláticas de los ancianos (que me sonaban
pero no entendía) frente a puertas y ventanas
de pequeñas casas albas que fulguraban más
con la fulguración del sol. E imaginaba Ítaca.

Con dos barcelonesas en las noches
cenaba cordero y ensalada,
mal gustaba del vino de resina, y decía que sí,
con seguridad decía que al día siguiente
me embarcaría hacia Ítaca: me esperaba el barco
en el que iría a la isla que era el final de la navegación.
La isla donde pensaba llegar. La isla
donde siempre pensé llegar.
Pero al alba siguiente posponía el viaje
para el alba siguiente y al alba siguiente
para el otro día. Mientras tanto,
subía a diario las colinas, visitaba en el bus
precipitados pueblos, saludaba
de mañana a los recién llegados,
los despedía al partir, y miraba
de tarde desde la colina
la costa esmeralda y ligeramente sinuosa
de la isla de Ítaca.

sábado, 26 de noviembre de 2016

Cómo llegar a ti (por Gibran Jalil Gibran)


He aquí el amanecer, levántate y vámonos
de unas moradas en las que no tenemos
un solo amigo. ¿Qué pueden esperar
unas plantas cuya flor es distinta
de cualquier rosa o amapola,
y el corazón reciente armonizar en canto
con corazones que no guardan
sino trastos viejos?
He aquí la mañana, nos llama, escúchala.
¡Ven! Sigamos sus pasos, baste ya de la tarde
y su pretensión de que la luz de la mañana
es uno de sus prodigios.


Hemos pasado la vida en un valle
entre cuyas laderas fluyen
los espectros de las preocupaciones.
Contemplamos el desaliento volando en bandadas
sobre su superficie, como buitres o búhos.
Hemos apurado la enfermedad del agua de los charcos
y hemos comido el veneno de las viñas inmaduras.
Hemos vestido los hábitos de la paciencia, pero ardieron
y nos despertamos arrebujados en cenizas.
Los extendimos a guisa de almohada, y se tornaron
—cuando nos dormimos— paja seca y astrágalos.


¡Oh país velado desde siempre!
¿Cómo llegar a ti? ¿Por qué camino?
¿Qué tierra baldía te separa? ¿Qué montaña
es tu alta muralla? ¿Quién nos guiará hasta allí?
¿Eres un espejismo? ¿O eres la esperanza
de las almas que anhelan lo imposible?
¿Eres un sueño que se abre paso en los corazones
y que, al despertar éstos, se da a la fuga?
¿O nubes viajeras que mueren en el sol poniente
antes de ahogarse en el océano de las tinieblas?
¡Oh país de la mente, cuna genuina, donde
adoraron a la verdad y rezaron a la belleza!
No fuimos en tu busca en cabalgata
ni a bordo de veleros, a caballo
o en basto de camellos.
No estás en oriente ni en occidente
ni al sur de la tierra ni hacia el norte.
No estás en el aire ni bajo los mares.
No estás en la llanura ni en lo más impenetrable.
Estás en el alma, luces y fuego,
estás en mi pecho, corazón estremecido.



viernes, 25 de noviembre de 2016

Amor (por Antonio Gamoneda)



Mi manera de amarte es sencilla:

te aprieto a mí

como si hubiera un poco de justicia en mi corazón

y yo te la pudiese dar con el cuerpo.


Cuando revuelvo tus cabellos

algo hermoso se forma entre mis manos.


Y casi no sé más. Yo sólo aspiro

a estar contigo en paz y a estar en paz

con un deber desconocido

que a veces pesa también en mi corazón.


jueves, 24 de noviembre de 2016

Gracias (por Antonia Taleti)


Del amor desconocido
me gustan las maneras
a qué budacristoalá
o como lo llamen
dar las gracias por
el árbol florecido
el solcito detrás del vidrio
el abrazo del compañero
la cerveza compartida.


miércoles, 23 de noviembre de 2016

En tu secreto momento (por Edgar Allan Poe)



I

Tu alma se encontrará sola

entre oscuros pensamientos de lápida gris

Ni uno solo, de la multitud, que curiosee

en tu secreto momento.


II

Sé silencioso en esta soledad

que no es aislamiento –porque entonces

los espíritus de los muertos que estuvieron

en vida ante ti, están de vuelta

al morir, sobre tu cuerpo– y su voluntad

te hará sombra: quédate quieto.


III

La noche, aunque clara, fruncirá el ceño

y las estrellas no mirarán hacia abajo

desde sus excelsos tronos en el cielo,

con la luz como esperanza dada a los mortales.

Pero sus rojas auras sin haz

serán como tu cansancio,

como un incendio y una fiebre

que se abrazará a ti para siempre.

IV

Ahora son pensamientos que no has de desterrar

ahora son visiones que nunca desaparecen;

por tu espíritu nunca más

pasarán, como el rocío descienden desde la hierba.


V

La brisa –el soplo de Dios– aún está

y la niebla sobre la colina,

oscura –tenebrosa– todavía intacta

es un símbolo y una señal.

¡Cómo pende ante los árboles

un misterio de misterios!


martes, 22 de noviembre de 2016

Cuándo empezaron a morir (por José Barroeta)


Todos han muerto.
La última vez que visité el pueblo
Eglé me consolaba
y estaba segura, como yo,
de que habían muerto todos.

Me acostumbré a la idea de saberlos callados
bajo la tierra.
Al comienzo me pareció duro entender
que mi abuela no trae canastos de higo
y se aburre debajo del mármol.

En el invierno
me tocaba visitar con los demás muchachos
el bosque ruinoso,
sacar pequeños peces del río
y tomar, escuchando, un buen trago.

No recuerdo con exactitud
cuándo empezaron a morir.
Asistía a las ceremonias y me gustaba
colocar flores en la tierra recién removida.

Todos han muerto.
La última vez que visité el pueblo
Eglé me esperaba
dijo que tenía ojeras de abandonado
y le sonreía con la beatitud de quien asiste
a un pueblo donde la muerte va llevándose todo.

Hace ya tiempo que no voy al poblado.
No sé si Eglé siguió la tradición de morir
o aún espera.



lunes, 21 de noviembre de 2016

Nunca ha sido tan tarde (por Roque Dalton)



Finaliza septiembre. Es hora de decirte

lo difícil que ha sido no morir.


Por ejemplo, esta tarde

tengo en las manos grises

libros hermosos que no entiendo,

no podría cantar aunque ha cesado ya la lluvia

y me cae sin motivo el recuerdo

del primer perro a quien amé cuando niño.


Desde ayer que te fuiste

hay humedad y frío hasta en la música.

Cuando yo muera,

sólo recordarán mi júbilo matutino y palpable,

mi bandera sin derecho a cansarse,

la concreta verdad que repartí desde el fuego,

el puño que hice unánime

con el clamor de piedra que exigió la esperanza.


Hace frío sin ti. Cuando yo muera,

cuando yo muera

dirán con buenas intenciones que no supe llorar.

Ahora llueve de nuevo.

Nunca ha sido tan tarde a las siete menos cuarto

como hoy.


Siento deseos de reír

o de matarme.


domingo, 20 de noviembre de 2016

Ahogarse o emerger (por Michael Ondaatje)



Los tres troncos
del nogal

los patos ceremoniales
que pasan por debajo del cerco
y se deslizan en el jardín

Manzano casa blanca y azul
sé que esto es hermoso

Hoy quería escribir
acerca de cosas pequeñas
que podían hacerme desistir
de mis deseos

Las líneas que leí
acerca de 'cobardía' y 'lealtad'
no sé si esto es ahogarse
o emerger en busca de aire

Por la noche
te doy mi mano
como un cadáver
fuera del agua



sábado, 19 de noviembre de 2016

Otro jardín (por Susana Benet)



No era el jardín, tampoco las cornejas

cansadas de volar,

picoteando en la hierba, ajenas

a la muda insistencia de mis ojos.


Ni era la bruma

detenida en el aire

ni el fuego del otoño deshojándose

con su último fulgor

sobre la tarde en calma.


No era eso todo.

Había otra belleza más allá

de la simple mirada:

un gran silencio,

una luz nueva, algo remoto

vertiéndose hacia dentro,

abriendo otro jardín desconocido

tras los muros del corazón.


viernes, 18 de noviembre de 2016

Y me dejaron un extraño frío (por Antonio Gamoneda)


En vivo y en silencio. Atormentado,

a Dios me lo sacaron por los ojos.

Lo tenía la sangre con cerrojos,

sumergido en amor: Dios maniatado.


Ahora miro en mí por si han dejado

aunque no sea más que unos despojos:

el eco de una voz, los muros rojos,

el ámbito interior de un desollado.


Lo sacaron con luz; una mirada

fundió mi dulce condición de ciego

y me dejaron un extraño frío.


¡Cuánta luz, cuánto hielo, cuánta nada!

Ahora, donde Dios era de fuego,

donde hablaba el dolor, llora el vacío.



jueves, 17 de noviembre de 2016

Tu coraje se mostrará en pequeñeces (por Anne Sexton)


Es en las pequeñas cosas donde lo vemos.

El primer paso del niño,

tan imponente como un terremoto.

La primera vez que vas en bicicleta,

tambaleándote por la acera.

La primera paliza cuando tu corazón

fue de viaje todo solo.

Cuando te llamaron llorón

o pobre o gordo o loco

y te hicieron un extraño,

cuando bebiste su veneno

y lo ocultaste.


Más tarde,

cuando miraste a la muerte de bombas y balas

no lo hiciste con una bandera

lo hiciste sólo con un sombrero, para

cubrir tu corazón.


No has acariciado la debilidad en ti

a pesar de que estaba allí.


Tu coraje fue un pequeño carbón

que has seguido tragándote. 


Si te ha salvado tu compañero

y murió haciéndolo

entonces su coraje no fue coraje,

fue amor; amor tan simple como jabón de afeitar.


Más tarde,

si has soportado una gran desesperación,

lo hiciste solo,

en tus venas corría el fuego,

quitándote la costra de tu corazón,

estrujándolo como un calcetín.


Después,

hermano mío, has espolvoreado tu pena,

la has dado un masaje de espaldas,

la has tapado con una manta,

y cuando ha dormido un rato

despertó a las alas de las rosas

y estaba transformada.


Después

cuando llegues a la vejez y a su conclusión natural

tu coraje se mostrará en pequeñeces,

cada primavera será una espada que afiles,

aquellos que ames vivirán en una fiebre de amor,

y tú regatearás con el calendario

y en el último momento

cuando la muerte abra la puerta trasera

te pondrás tus pantuflas de felpa

y te irás.


miércoles, 16 de noviembre de 2016

Pues esto es lo que hacemos (por Alejandra Pizarnik)


¿Y si nos vamos anticipando

de sonrisa en sonrisa

hasta la última esperanza?


¿Y qué?

¿Y qué me das a mí,

a mí que he perdido mi nombre,

el nombre que me era dulce sustancia

en épocas remotas, cuando yo no era yo

sino una niña engañada por su sangre?


¿A qué, a qué

este deshacerme, este desangrarme,

este desplumarme, este desequilibrarme

si mi realidad retrocede

como empujada por una ametralladora

y de pronto se lanza a correr,

aunque igual la alcanzan,

hasta que cae a mis pies como un ave muerta?

Quisiera hablar de la vida.

Pues esto es la vida,

este aullido, este clavarse las uñas

en el pecho, este arrancarse

la cabellera a puñados, este escupirse

a los propios ojos, sólo por decir,

sólo por ver si se puede decir:

“¿es que yo soy? ¿verdad que sí ?

¿no es verdad que yo existo

y no soy la pesadilla de una bestia?”.


Y con las manos embarradas

golpeamos a las puertas del amor.

Y con la conciencia cubierta

de sucios y hermosos velos,

pedimos por Dios.

Y con las sienes restallantes

de imbécil soberbia

tomamos de la cintura a la vida

y pateamos de soslayo a la muerte.


Pues esto es lo que hacemos.

Nos anticipamos de sonrisa en sonrisa

hasta la última esperanza.

martes, 15 de noviembre de 2016

Cómo pudo acumularse (por Beatriz Vignoli)


Apagué los motores
y anduve a la deriva
¿cuántos años anduve
a la deriva, el motor apagado, ni
impulso ni gobierno, sin dirección?

Me recuerdo leyendo neones
a la vera de avenidas
desiertas. ¿Cómo pudo
nevarme encima todo este cansancio?
¿Cómo pudo acumularse, quedar ahí toda la vida?

Sacudo la cabeza como un pino. La nieve
no se va.


lunes, 14 de noviembre de 2016

Límites para decir (por Robert Haas)


El álamo centellea al viento

y eso nos deleita.


Las hojas danzan, giran sobre sí mismas,

porque ese movimiento en el calor de agosto

protege sus células y no se secan. Del mismo modo la hoja

del chopo.


De la reserva genética se elevó un tronco tembloroso

y el árbol bailó. No.

El árbol movió su cabeza.

No. Hay límites para decir,

con el lenguaje, lo que el árbol hizo.


Es bueno a veces para la poesía sentirnos decepcionados.


Danza conmigo, bailarín. Oh, lo deseo.


El álamo hace algo en el viento.



domingo, 13 de noviembre de 2016

Te encuentro mi madre (por Roberto Juarroz)


Ahora tan sólo,
en este pobre rostro en que te caes,
he visto el rostro de la niña que fuiste
y te he sentido varias veces mi madre.
Me he sentido el hijo de tus juegos,
del mundo que creabas y esperabas
como un tibio regalo de cumpleaños.
Y también de los sueños que nunca confesaste
para que nadie más sufriera por ellos.

Me he sentido el hijo de tus primeros gestos de mujer,
ésos que también hubieras querido ocultar y hasta ocultarte,
para abreviar en el mundo la irrealidad del asombro.

Me he sentido el hijo
de los movimientos que me preparaban
como a un antepasado de la muerte,
dibujo obsesionado
por la inserción de sus escamas.

Y te he sentido luego
la circunferencia de mi trébol pasmado,
el ángulo del compás que se abría,
el mapa de mis fiebres confundidas con viajes,
la caracola de mis ecos de hombre.

Y te he sentido aún más,
te he sentido llegar a ser dos veces mi madre
para que yo pudiera dejar de sentirte
y saltar hacia tu dios o hacia mis manos,
que tal vez no sean mías ni de nadie.


Y ahora, al remontar mi salto,
para saltar de nuevo
o quizá para aprender a andarlo paso a paso,
te reencuentro o te encuentro mi madre,
aunque ya lo seas sólo tuya.

He demorado mucho,
he demorado todas las mujeres
y también todos los hombres,
he demorado el tiempo interminablemente largo
de la vida interminablemente breve,
para llegar a ser varias veces tu hijo.



sábado, 12 de noviembre de 2016

La lluvia sonaba (por Fernando Pessoa)


Toda la noche, y durante horas, el chirriar de la lluvia ha bajado. Toda la noche, conmigo entredespierto, la monotonía fría me ha insistido en los cristales.

Ora un jirón de viento, en un aire más alto, azotaba, y el agua ondeaba en sonido y pasaba unas manos rápidas por la ventana; ora con un sonido sordo sólo hacía sueño en el exterior muerto. Mi alma era la misma de siempre, entre sábanas como entre gentes, dolorosamente consciente del mundo. Tardaba el día como la felicidad: a aquella hora parecía que también indefinidamente.

¡Si el día y la felicidad no llegasen nunca! Si esperar, cuando menos, pudiera ni siquiera tener la desilusión de conseguir...

El ruido casual de un carro tardío, saltando áspero sobre las piedras, crecía desde el fondo de la calle, hacia el fondo del vago sueño que yo no conseguía del todo.

Batía, de cuando en cuando, una puerta de la escalera. A veces había un chapotear líquido de pasos, un rozar por sí mismas de ropas mojadas. Una u otra vez, cuando los pasos eran más, sonaba alto y atacaban. Después, el silencio volvía, con los pasos que se apagaban, y la lluvia continuaba innumerablemente.

En las paredes oscuramente visibles de mi cuarto, si abría yo los ojos del sueño falso, flotaban fragmentos de sueños por hacerse, vagas luces, trazos oscuros, cosas de nada que trepaban y bajaban. Los muebles, mayores que de día, manchaban vagamente el absurdo de la tiniebla. La puerta era indicada por algo ni más blanco ni más negro que la noche, pero diferente. En cuanto a la ventana, yo sólo la oía.

Nueva, fluida, variable, la lluvia sonaba. Los momentos se retrasaban ante su sonido. La soledad de mi alma se ensanchaba, se arrastraba, invadía lo que yo sentía, lo que yo quería, lo que yo no iba a soñar. Los objetos vagos, participantes, en la sombra, de mi insomnio, pasaban a tener lugar y dolor en mi desolación.



viernes, 11 de noviembre de 2016

Una cabaña al oeste (por Su Xiaoxiao)


dentro

I

cae la noche y

ALGUIEN

viene me guarda dentro de una habitación sombría
dentro de un sótano o de un horno dentro de una cabina telefónica
donde estoy marcando números al azar
dentro de una hora dentro de una caja de un armario
de una jaulita oxidada dentro

II

ahora estoy dentro de una cabaña al oeste
con la cara vendada y tendida encima de una mesa
puedo oír en la punta de la lengua la nieve que cae fuera
la humedad me quema la nariz
espero

intento a todas horas salir saber qué pasó allí no pude
ver nada pero me lamía a veces la luz
de una bombilla parpadeando sobre



a veces ALGUIEN murmuraba palabras
anestesia amor hasta la náusea sudor de pájaro
patitas rotas asco y
radiaciones estaba flotando en la piscina
por dentro escucho cómo lentamente crecen las plantas carnívoras
en mis entrañas
los musgos poblándome milenios enteros
he perdido los ojos
imagino la insoportable extensión del techo casi puedo verla como
una silenciosa meseta sobre



seguramente surcada por una
GRIETA
finísima y cada vez más larga como el llanto de un bebé
dentro de una diminuta caja de cerillas
esa misma oscuridad en fuga

a veces escucho risas cristales rasgándose susurros desquiciados

dentro

fuera
las húmedas casas alineadas comen
niebla a orillas del río
por las calles la fría lengua del agua
humedece la noche el cuerpo
cansado de la niña de viento reposa

dentro
en la casa sombría respira
se llena y se vacía de sal aguarda

con los huesos abiertos

se le crispa el gesto en la penumbra su piel
como un pañuelo de seda finísima
arrugada por la angustia
aún desde su sangre crece la hierba y
los insectos parpadean como luces de colores

fuera hay un entramado de calles maltrechas escaleras
cada vez más altas subiendo
en el nudo de las horas la madrugada hasta alcanzar
esa zona de aire enrarecido
ese minuto de silencio endureciéndose y los labios de la niña
cada vez más fríos
el olor verde azulado del agua desde sus brazos
ondea
va reflejándose por la hilera de casas
también en las pupilas heridas en ese imperceptible

no

hojita tierna estremeciéndose
de ruegos
se le adelgaza la voz hasta la hebra del miedo
sus cabellos lo desbordan como una
planta oscura

de pronto los ojos abiertos el tirón de los huesos
al erguirse
camina sobre los vidrios
una ráfaga de viento abre la puerta

la niña sale a los cañaverales

lugares por donde pasé

1

las calles cercanas a la desembocadura, construidas entre la vegetación que rodea al río, es decir, puedes sentir al fondo la humedad la tierra fangosa, es como cuando uno participa en determinado tipo de conversaciones y siente el suelo ablandándose bajo las pies, esa precisa forma del desmoronamiento, y el calor fundiendo estructuras bajo la frente, así era caminar por esas calles blancas, relucientes de pobreza, los vestidos coloridos y el denso mapa de arrugas complicando el sistema surface-trous
nada se mueve allí salvo las salamandras, al cabo de un rato no consigo dominar las piernas y el sol se deshace como un alcohol espeso,
allí era imposible pronunciar determinadas palabras, el tono de la voz se hacía quedo, al despertar todo se reducía a un polvillo amarillento, persistente como un dolor de cabeza

2

después estaba el puerto, con sus sucias aguas estancadas, cerca de la fábrica de hielo, allí los hombres con bocas roídas por la sal cantaban a media voz en otras lenguas, o no, eran sólo palabras troceadas, frases descolgadas, como aquella vez el encuentro furtivo entre los barcos, la arena quemando y enseguida las algas mojadas nos entraban en los pulmones, todo lo que no alcanzábamos casi parecía estar al lado
cuando el mar va ganando terreno por dentro apenas hay dónde agarrarse, dijo, o algo así, sólo cambiar al ciclo de las mareas, su movimiento incesante llevando y trayendo lo poco que uno ha conseguido reunir sobre sí: caracolas resquebrajadas, el caparazón de un cangrejo, la débil raspa de un pez transparente
no encontré lo que fuera que buscaba, me fui de nuevo, los rumbos son producto del azar
los regresos, tristes accidentes

3

junto a los cañaverales, ya he hablado tanto sin éxito, allí la pequeña bestia gruñendo, nutriéndose de insectos, el pelo más que sucio de hierbas, plumas, apenas se le ve la cara, su voz gorgoteando sobre el cuadrante lunar y la esforzada conjunción arriba lo que mira largo rato en desconcierto después de haber acechado horas y horas o de haber huido sobre todo por el cariz descontrolado que toman los acontecimientos que suceden en Dentro/Fuera, eso que no se explica y se parece a un nudo hecho con rabia siempre en el mismo sitio, eclosiones, ranas, lagartijas, escolopendras, sucesión frenética de muerte y nacimiento
qué quedó de ella, qué encontraron, un montoncito de cáscaras acumuladas, su nido hecho con juncos en medio del cieno, piedras brillantes que a veces recogía, despojos, no tenía nada, carecía incluso del tramposo don de la palabra


sólo me rompo


jueves, 10 de noviembre de 2016

La piedra que cae (por Olaf Bull)


Yo estaba en la más extrema eternidad,
detrás del incendio del horizonte visible.
Entonces ocurrió que alguien avanzó hacia mí
sobre el borde de una estrella desconocida.

Alguien que se inclinaba hacia delante y sonreía
detrás de un velo que le envolvía la cabeza
y sostenía una piedra en una de sus garras
y susurraba fría y suavemente:

«Dejo caer una piedra en la órbita del cielo,
la piedra dorada, que ahora te muestro;
al instante siguiente ha desaparecido;
ya nunca más cesará de caer.

¿Entiendes, miserable, lo que hago?
Suelto una piedra cayente en tu alma;
siembro en tu ser desasosiego,
una inquietud que nunca morirá.

Dondequiera que te quemes en la morada de la luz,
en amor de mujeres, entre arbustos de blanco primaveral,
la piedra que al mismo tiempo cae, cae
en las tinieblas del destino, tienes que recordarla».

Y la imagen se rompió, y yo me hundí,
me hundí en mi cama —me desperté sudando;
en olas de gélido rocío de estrellas
latía mi corazón, golpe a golpe—
Pero el sueño siguió en la noche de mi corazón.
Desde la juventud a la edad madura
trató en vano mi alma de coger
la piedra que cae incesantemente.


miércoles, 9 de noviembre de 2016

La ventana (por Vicente Aleixandre)


Cuánta tristeza en una hoja del otoño,

dudosa siempre en último extremo si presentarse como cuchillo.

Cuánta vacilación en el color de los ojos

antes de quedar frío como una gota amarilla.


Tu tristeza, minutos antes de morirte,

sólo comparable con la lentitud de una rosa cuando acaba,

esa sed con espinas que suplica a lo que no puede,

gesto de un cuello, dulce carne que tiembla.


Eras hermosa como la dificultad de respirar en un cuarto cerrado.

Transparente como la repugnancia a un sol ubérrimo,

tibia como ese suelo donde nadie ha pisado,

lenta como el cansancio que rinde al aire quieto.


Tu mano, bajo la cual se veían las cosas,

cristal finísimo que no acarició nunca otra mano,

flor o vidrio que, nunca deshojado,

era verde al reflejo de una luna de hierro.


Tu carne, en que la sangre detenida apenas consentía

una triste burbuja rompiendo entre los dientes,

como la débil palabra que casi ya es redonda

detenida en la lengua dulcemente de noche.


Tu sangre, en que ese limo donde no entra la luz

es como el beso falso de unos polvos o un talco,

un rostro en que destella tenuemente la muerte,

beso dulce que da una cera enfriada.


Oh tú, amoroso poniente que te despides como

dos brazos largos

cuando por una ventana ahora abierta a ese frío

una fresca mariposa penetra,

alas, nombre o dolor, pena contra la vida

que se marcha volando con el último rayo.


Oh tú, calor, rubí o ardiente pluma,

pájaros encendidos que son nuncio de la noche,

plumaje con forma de corazón colorado

que en lo negro se extiende como dos alas grandes.


Barcos lejanos, silbo amoroso, velas que no suenan,

silencio como mano que acaricia lo quieto,

beso inmenso del mundo como una boca sola,

como dos bocas fijas que nunca se separan.


¡Oh verdad, oh morir una noche de otoño,

cuerpo largo que viaja hacia la luz del fondo,

agua dulce que sostienes un cuerpo concedido,

verde o frío palor (*) que vistes un desnudo!

...

(*) palor = palidez

martes, 8 de noviembre de 2016

El tiempo es una serie inclusiva dijo Mc Taggart (por Kenneth Rexroth)


I



En un minuto apenas nos vamos a decir adiós

yo me iré conduciendo y voy a verte

cruzar el boulevard por el espejo retrovisor

tú tal vez distingas mi nuca

perdiéndose en el tráfico

y después no vamos a volver a vernos nunca más

Esto va a pasar en otro minuto apenas


II


Calle Willow

calle de hojas amargas

tres generaciones de putas en las ventanas

madre hija nieta

la zorra de quién eres

la zorra de nadie soy una zorra sola

una zorra negra sola una zorra triste sola

una zorra triste ésa soy

la mejor de la calle Willow

está muerta Helen está muerta Dolores está muerta

la calle Willow es nada más que una bahía

en un complejo de diez pisos

la calle Willow se fue con

la calle de los chicos malos la calle de las chicas malas

la calle donde descansa el corazón

dejarán aunque sea un pasaje

para ponerle mi nombre


III


Charla en una habitación oscura

los pájaros vuelan hacia el espejo empañado

y nunca vuelven

el espejo se gasta


IV


Durante mucho tiempo

estuve siguiendo una enredadera

no puedo encontrar la raíz

no puedo encontrar la punta

hay un muro alto de espinas

hay un muro grueso de espinas

que rodea un castillo desconocido

las espinas están cubiertas de flores

cada flor es distinta

pero su olor es el perfume

de un cuerpo que perdí


V


miles de pétalos blancos

esparcidos sobre el agua de las horas

música lunar mar que emerge

sentimientos banales

desengaños y besos

voces que cantan y voces

lejos en la playa brumosa

junto a las fogatas

cantando para siempre para siempre


lunes, 7 de noviembre de 2016

Nos dijimos adiós (por Louise Glück)



La última vez que vi a mi padre ambos hicimos lo mismo.

Él estaba parado en la puerta de su habitación,

esperando que yo acabara de hablar por teléfono.

Que él no estuviera pendiente de su reloj

era una señal de que quería conversar.


Conversar para nosotros siempre significó lo mismo.

El decía algunas palabras, yo decía unas de vuelta.

Y en eso consistía.


Casi terminaba agosto, hacía mucho calor, mucha humedad.

Al lado los trabajadores arrojaban gravilla fresca en la marquesina.


Mi padre y yo evitábamos estar solos;

No lográbamos conectarnos, hablar por hablar.

Era como si no existieran

otras posibilidades.

Así que ésta era especial: cuando un hombre se está muriendo,

hay de qué hablar.


Debe haber sido temprano en la mañana. De un lado a otro de la calle

los aspersores empezaron a funcionar. El camión del jardinero

apareció al final de la manzana

hasta que se detuvo para estacionarse.


Mi padre quería contarme cómo era eso de morirse.

Dijo que no estaba sufriendo.

Dijo que se había quedado esperando el dolor, aguardando, pero nunca vino.

Lo único que sentía era una especie de debilidad.

Le dije lo mucho que me alegraba, que me parecía que tenía suerte.

Algunos de los maridos se subían a sus coches para ir al trabajo.

No gente que conociéramos. Nuevas familias,

familias con niños pequeños.

Las amas de casa se paraban en la marquesina, gritando o haciendo ademanes.


Nos dijimos adiós como acostumbrábamos,

sin abrazarnos, nada dramático.

Cuando el taxi vino, mis padres lo observaron desde la entrada,

Agarrados de las manos, mi mamá tirando besos como suele hacer,

ya que le molesta cuando una mano no se está usando.

Pero por primera vez, mi padre no sólo se quedó parado ahí.

Esta vez saludó.


Eso mismo hice yo en la puerta del taxi.

Como él, saludé para esconder el temblor de mi mano.



domingo, 6 de noviembre de 2016

El hombre gris camina (por Luis Cernuda)


Un hombre gris avanza por la calle de niebla;
no lo sospecha nadie. Es un cuerpo vacío;
vacío como pampa, como mar, como viento,
desiertos tan amargos bajo un cielo implacable.

Es el tiempo pasado, y sus alas ahora
entre la sombra encuentran una pálida fuerza;
es el remordimiento, que de noche, dudando,
en secreto aproxima su sombra descuidada.

No estrechéis esa mano. La yedra altivamente
ascenderá cubriendo los troncos del invierno.
Invisible en la calma el hombre gris camina.
¿No sentís a los muertos? Mas la tierra está sorda.


sábado, 5 de noviembre de 2016

Y ellos me miran (por Czeslaw Milosz)


Entre aquellos que se sentaban a la mesa del café,
desde donde en mediodías de invierno
el escarchado
jardín brillaba en las ventanas,
sólo yo he sobrevivido.
Bien podría si quisiera ir hasta allí
y al tamborilear de mis dedos contra el helado vacío
convocar sombras.
Con incredulidad toco el frío mármol.
Con incredulidad toco mi propia mano.
Ella es, y yo soy, en un devenir eternamente nuevo.
Mientras ellos permanecen encerrados para siempre
en su última palabra, en su última mirada,
como el lejano emperador Valentiniano
o los jefes de los masagetas, de quienes nada sé,
aunque escasamente ha transcurrido un año, o dos,
o tres.
Aun así puedo cortar árboles en bosques del lejano
norte,
puedo hablar desde un estrado o rodar una película
usando técnicas de las que ellos nunca oyeron.
Puedo aprender el sabor de frutas de las islas del
océano
y ser fotografiado en apropiado traje
desde la segunda mitad del siglo.
Pero ellos siempre son como bustos en levita
y cuellos de holán
en alguna monstruosa enciclopedia.
A veces, cuando la aurora de la tarde
pinta los techos de una pobre calle
y yo contemplo el cielo, veo en las blancas nubes
una mesa bamboleante. El camarero da vueltas
con su bandeja
y ellos me miran y estallan en risas.
Porque si yo no sé lo que es morir a manos
de un hombre,
ellos lo saben, ellos lo saben muy bien.


viernes, 4 de noviembre de 2016

Una polvareda (por Wang Changlin)


Cruzamos el arroyo
y mi caballo bebe
en sus frías aguas otoñales.
El viento corta como un cuchillo.
Sobre el desierto de arena se pone el sol,
y a través de la llanura
se pueden ver ensombreciéndose
las murallas de Ling-Tao.
Recuerdo las batallas antiguas
libradas detrás de este largo muro,
en los cientos de combates
que los hombres contaron orgullosamente
con los labios,
cuentos que se han desvanecido
en el polvo amarillo del tiempo.
Y ahora la antigüedad es una polvareda
que sopla de vez en cuando sobre los pastos
y los insepultos y blanqueados huesos.


jueves, 3 de noviembre de 2016

Refugio (por Manuel González)


Vuelvo a casa
en este abril lento
de repúblicas a cuestas
y promesas vencidas.
El tercer piso a mano izquierda
es un altar
que me devuelve la fe perdida
en las calles de siempre.
Llego a la puerta,
se abre impaciente el firmamento
y puedo mirarte sin paracaídas.
Esa es la razón de los mediodías.
Hago bandera en la camiseta
que llevas puesta.
Bajo tus pies,
todo regresa a su lugar
como la calma a nuestros libros.
Incluso aprendí todas las conjugaciones
para llegar puntual a tus verbos
cuando se duerme el día en los ojos,
donde, a pesar de todo,
siempre haces hueco.

miércoles, 2 de noviembre de 2016

Completo (por Jorge Guillén)


Dije: ¡Todo ya pleno!
Un álamo vibró.
Las hojas plateadas
sonaron con amor.
Los verdes eran grises,
el amor era sol.
Entonces, mediodía,
un pájaro sumió
su cantar en el viento
con tal adoración
que se sintió cantada
bajo el viento la flor
crecida entre las mieses,
más altas. Era yo,
centro en aquel instante
de tanto alrededor,
quien lo veía todo
completo para un dios.
Dije: Todo, completo.
¡Las doce en el reloj!



martes, 1 de noviembre de 2016

Carta de amor escrita en un edificio en llamas (por Anne Sexton)


Queridísimo Foxxy,

Estoy en una jaula,
la jaula que fue nuestra,
llena de camisas blancas y ensaladas verdes,
el congelador criticando nuestras deliciosas críticas,
y llevé películas en mis ojos,
y llevabas huevos a tu madriguera,
y jugamos a las sábanas, sábanas, sábanas
todo el día, incluso en la bañera como lunáticos.
Pero hoy prendí fuego a la cama
y el humo está llenando la habitación,
se está calentando lo suficiente para derretir las paredes,
y el congelador, un pegajoso diente blanco.

Me he puesto una máscara para escribir mis últimas palabras,
y son sólo para ti, y las pondré
en el congelador designado para el vodka y los tomates,
y tal vez perduren.
No será así con la perra. Sus manchas se caerán.
Las cartas viejas se derretirán dentro de una abeja negra.
Los camisones ya están despedazados
en el papel, el amarillo, el rojo, el morado.
La cama –bueno, las sábanas se han convertido en oro–
duro, oro duro, y el colchón
se está convirtiendo en piedra por un beso.

En cuanto a mí, querido Foxxy,
mis poemas para ti pueden o no pueden alcanzar el congelador
y su esperanzadora eternidad,
¿es suficiente para ti?
¿El primero donde nombraste
mi nombre directamente en P.R.?
Si mis pies no estuvieran cediendo terreno
contaría toda la historia,
no solo la historia de la sábana
sino la historia del ombligo,
la historia de los curiosos párpados,
la historia del whisky amargo del pezón–
y empujaría nuestro amor donde perteneció.

Pese a mis guantes de amianto,
la tos está llenándome de negro,
y un polvo rojo se filtra a través de mis venas,
nuestra pequeña jaula se viene abajo públicamente
y sin pretenderlo, ya ves,
el sentido de un acto solitario,
una incineración del amor,
pero en lugar de eso parece que nos estamos hundiendo
justo en medio de una calle rusa,
las llamas haciendo el sonido de
un caballo siendo golpeado y golpeado,
el látigo adora su triunfo humano,
mientras las moscas esperan, golpe por golpe,
directamente desde United Fruit S.A.