zUmO dE pOeSíA

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de todos los colores, de todos los sabores

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viernes, 31 de enero de 2020

El día de verano (por Mary Oliver)


¿Quién hizo el mundo?
¿Quién hizo el cisne y el oso negro?
¿Quién hizo el saltamontes?
Este saltamones, quiero decir
—el que ha salido como expulsado de la hierba,
el que está comiendo azúcar de mi mano,
el que mueve las mandíbulas hacia atrás y hacia delante
en lugar de hacerlo de arriba abajo,
que mira alrededor con sus enormes y complicados ojos.
Ahora levanta los pálidos antebrazos y se lava la cara a conciencia.
Ahora hace chasquear las alas abiertas y se aleja flotando.
No sé qué es exactamente una plegaria.
Sé cómo prestar atención, cómo hundirme
en la hierba, cómo arrodillarme en la hierba,
cómo ser ociosa y bienaventurada, cómo pasear por el campo,
que es lo que he estado haciendo todo el día.
Dime, ¿qué otra cosa debería haber hecho?
¿No muere todo al final, y demasiado pronto?
Dime, ¿qué planeas hacer
con tu única, salvaje y preciosa vida?


jueves, 30 de enero de 2020

Pero tus manos (por Denise Levertov)


Tal vez yo sea ‘la parte enferma

de una cosa enferma’

Tal vez algo

me ha atrapado

Ciertamente hay una bruma entre nosotros

Yo apenas puedo verte

pero tus manos son dos animales 

que empujan la bruma a un costado 

y me tocan


miércoles, 29 de enero de 2020

Se oye de nuevo el mar (por Salvatore Quasimodo)


Desde hace muchas noches se oye de nuevo el mar,
leve, arriba y abajo, sobre la arena lisa.
Eco de una voz encerrada en la mente
que resurge del tiempo; y también este
lamento asiduo de gaviotas, o
pájaros de las torres, que abril
empuja hacia la llanura. Ya
estabas junto a mí con esa voz;
y quisiera que a ti también llegase,
ahora, de mí un eco de memoria,
como ese oscuro murmullo del mar. 


martes, 28 de enero de 2020

Esta lluvia (por Jack Gilbert)


De repente, esta derrota.
Esta lluvia.
Los azules se vuelven grises
y los marrones se vuelven grises
y amarillos
Un ámbar terrible.
En las frías calles
tu cuerpo cálido.
En cualquier habitación
tu cuerpo cálido.
Entre toda la gente
tu ausencia,
las personas que constantemente
no son tú.

He sido condescendiente con los árboles
durante demasiado tiempo.
Demasiado amistoso con las montañas.
La alegría ha sido una costumbre.
Ahora
de repente
esta lluvia.


lunes, 27 de enero de 2020

Los últimos metros (por Joan Margarit)


La mujer aparca el coche en una calle
junto a la arena.
Baja del coche y, sin prisa,
saca y despliega la silla de ruedas.
Después, coge al muchacho,
lo sienta y le coloca bien las piernas.
Se aparta unos cabellos de la cara
y, mientras siente como ondea su falda,
va empujando la silla de ruedas hacia el mar.
Entra en la playa por el pasadizo
de tablas de madera que, de pronto,
a unos metros del agua, se detiene.
Muy cerca, el socorrista mira al mar.
La mujer alza al chico:
lo coge por debajo de los brazos
y, de espaldas al agua, va arrastrándolo
mientras los pies inertes del muchacho
dejan dos surcos tristes en la arena.
Lo ha llevado muy cerca de las olas
y lo deja en la arena para volver atrás
a recoger el parasol y la silla de ruedas.

Los últimos metros. Siempre faltan
los malditos, terribles últimos metros.
Son estos los que te romperán el corazón.
No hay amor en la arena. Ni en el sol.
Ni en las tablas de madera, ni en los ojos
del socorrista, ni en el mar. El amor
son estos últimos metros. Su soledad.


domingo, 26 de enero de 2020

Rey de ojos grises (por Anna Ajmátova)


¡Gloria a ti, dolor inconsolable!
Ayer murió el rey de ojos grises.

En la tarde otoñal, sofocante y púrpura,
mi esposo regresó, y con calma, dijo:

"¿Sabes?, lo trajeron de la cacería...
Encontraron su cuerpo junto a un viejo
roble.

¡Que pena me da la reina, la pobre, tan joven...!
En una sola noche han blanqueado sus cabellos".

Tomó su pipa de la chimenea
y salió a su trabajo nocturno.

Y yo fui, y desperté a mi hija
y miré en sus ojos grises.

Bajo mi ventana susurraba al álamo:
"Ya no pisa la tierra tu rey de ojos grises...".



sábado, 25 de enero de 2020

Despedida (por Rafael Cadenas)


Nuestras inscripciones fueron barridas,

nuestros lugares devorados por la arena,

nuestras fiestas convertidas en fogatas que avientan


su ilusorio mediodía.

Contemplamos la devastación.

Todas las creaciones de nuestros ojos

se hunden.

Respiramos

separación. El cisma

es nuestro

refugio.

No hay luz que nos enlace

pero una vez

corrió el licor abandonado,

desconocidas fuerzas de unión

manaron para marcar a fuego

toda la vida.

Ahora

quiero sentir sobre mí la alianza

que anonadó nuestros rostros.

Devuélveme el fulgor

y los ojos que le pertenecen.

El vino se ha eclipsado.

Los días de los amantes también pasan.

Excelencia de lo vivo sobre lo vivido.

Costa que se aleja,

puedes

darme el poder

de vivir en otra parte.



viernes, 24 de enero de 2020

Silencio (por Sharon Olds)


Cuando vivíamos juntos
el silencio en la casa era más denso
que el silencio después de que se fuera.
Antes el silencio era como un gran alboroto
de laboriosidad en la distancia,
como el hondo rugido de las minas.
Cuando se fue, estudié el silencio
de mi antes-marido como algo casi sagrado,
la llamada de un recién nacido mudo.


Texto:
Aunque su presencia se detecta
por la ausencia de lo que niega,
el silencio
posee un poder que presagia miedo
para aquellos que se encuentran en él.
No visto, nunca oído, ininteligible,
el silencio desconcierta porque oculta.

Texto:
Las aguas me rodeaban, incluida el alma:
la profundidad me envolvió,
las algas estaban enrolladas alrededor de mi cabeza.


Viví al lado de él, en su quietud y reticencia,
a veces lo provocaba
llamando a su abstraída máscara
su Mirada de Caimán,
buscando una forma de aceptarlo tal cual era,
bajo la ley de que él no podía hablar,
y cuando yo grité en contra de esa ley
se limitó a su absoluto,
salió por su puerta de salida.
Y casi me parecía un héroe,
viviendo, como yo vivía, bajo la ley
que me impedía ver a quien yo había elegido
que sólo podía asociarme con él como un ser
fijado como si fuera un elemento, casi ideal,
sin envidia o mezquindad.
En las últimas semanas,
de día nos movíamos a través del despedazarse,
mientras duraba, de la unión,
y en la noche el silencio yacía con la ceguera
y cantaba y veía.



jueves, 23 de enero de 2020

También un laúd (por Jotaele Andrade)


has subido al desván

y olvidado por qué

pero ahí estás y recobras
partes de tu vida
olvidadas
en los trastos

viejas fotos
donde eres demasiado joven
para haber existido

juguetes
ropa
artefactos

el tiempo detenido
lleno de polvo
como una cosa

también un laúd
hace su estancia
casi como si entre todo lo inútil
lo arrumbado
lo que existe hundiéndose
dijera
aquí también cesa la música

mientras buscas el motivo
de estar ahí
envejeciendo entre las cosas
envejecidas

una cuerda
-una de las dos que conservaba
se corta

da un sonido
agudo
como una dentellada sobre un cuerpo
invisible

y levanta un poco de polvo
y se repliega como una víbora cortada en dos

miras la que ha quedado y comienzas a cantar y te bajas

así ocurren acaso las revelaciones


miércoles, 22 de enero de 2020

Todavía no (por Agota Kristof)

No morir
todavía no
demasiado pronto el cuchillo
el veneno, demasiado pronto
Todavía me amo
Amo mis manos que fuman
que escriben
que sostienen el cigarro
la pluma
la copa
Amo mis manos que tiemblan
que limpian pese a todo
que se mueven
Las uñas crecen aún
Mis manos
que me ponen las gafas en su sitio
para que escriba



martes, 21 de enero de 2020

Epitafio para Bice Donetti (por Salvatore Quasimodo)


Con los ojos hacia la lluvia y los elfos de la noche,
está allí, en el campo número quince, en Musocco,
la mujer emiliana que yo amé
en el tiempo triste de la juventud.
Hace poco fue sorprendida por la muerte
mientras miraba tranquila el viento del otoño
agitar las ramas de los plátanos y las hojas
desde su gris casa de la periferia.
Su rostro aún está vivo de sorpresa,
como sin duda lo estuvo en la infancia, deslumbrado
por el tragallamas alto sobre el carromato.
Oh tú, que pasas, empujado por otros muertos,
ante la fosa mil ciento sesenta,
detente un minuto a saludar
a la que nunca se lamentó del hombre
que aquí queda, odiado, con sus versos,
uno de tantos, obrero de sueños.



lunes, 20 de enero de 2020

Méraly (por Valeria List)


Leo un poema de Namdev sobre una acróbata que cruza una cuerda floja
toda su mente está en la cuerda
no le importan los reyes que la miran desde abajo
porque ella tiene su atención en un punto:
sus pies.

Mientras leo el poema de Namdev, recuerdo a Méraly
y el día que compré este libro.
Pedimos un postre para ambas
leímos mi libro de Edmond Jabès.
Recuerdo su cara agachada leyendo
el cielo de lejos es cielo
y luego levantándose con impresión:
de cerca, ya no es nada.
Le tomé una fotografía
ella le tomó una foto al poema.

Un vagabundo se sentó en nuestra mesa y nos pidió dinero
le dimos unas monedas y se enfureció
gritó y le pegó a la mesa
los hombres de al lado se levantaron y lo sacaron
yo no sabía qué hacer.
Méraly estaba asustada porque un mes antes la habían asaltado,
un hombre la golpeó con un cuchillo en el mentón.

Cuando se fue, Méraly dijo, ¿te das cuenta? nos pudo haber matado.
A mí me pareció exagerado pero
todo lo que nos pudo haber matado
está todo el tiempo
alrededor
todo lo que puede todo el tiempo
matarnos.
Sin embargo, las dos seguimos vivas.

Cuando la conocí, pensé que era muy guapa
llevaba una maleta que estaba dejando en recepción
me cayó mal
pero no sé en qué momento,
me enamoré de ella
profundamente
no sé en qué momento
sentí la necesidad de estar con ella
todo el tiempo.

El tercer día, me dijo que era una persona espiritual.
Yo no sabía qué quería decir eso, me parecía un poco ridículo
pero ése fue el día que me di cuenta
de que yo también soy espiritual.

Cuando vivíamos juntas,
había mucho amor volcado
y al mismo tiempo mucha contención
no era sólo que ella se volcara y yo me contuviera
creo que había un poco de eso en las dos.

Cuando volvió de Nepal, la abracé con pocas fuerzas
ella traía el cabello muy largo
y yo muy corto.
Mi energía estaba drenada por un hombre al que amaba.
Además pensaba que Méraly era un ser distinto
y no sabía si los seres distintos se abrazan.

Fuimos a la librería donde compré el libro de poemas de Namdev
como una especie de terapia:
si podíamos depender tanto sentimentalmente de una pareja,
¿por qué no podíamos sólo estar con una amiga que amábamos?
Era tarde, era casi noche
le regalé a Méraly un libro que ella veía de soslayo
luego se bajó del metro
y yo me quedé viendo mis pies.



domingo, 19 de enero de 2020

Muro (por Thiago E)


lo que hay dentro del muro no está en bruto;
un pensamiento sufre en la argamasa que lo cubre; 
el muro siente angustia, desde siempre: siempre ha sido ciego
y sabe sólo separar a la gente, hace poco escuchó del suelo,
con voz de oscuridad, que existen las paredes -rígidas como él;
la diferencia es que ellas tienen ventanas y así, por las ventanas,
la pared se asoma, ventana es una abertura-; no duele, 
no sutura; agujero sin yeso moviéndose en el cuerpo
(si la obra tiene ventana, pared y nombre de ella); cemento y cal sin hoyo juegan a ser muro; el muro, truco y mudo,
piensa y piensa en todo: salir de aquel oscuro y ver la luz del mundo, dejar de ser un muro abriendo en sí un agujero
aunque ese corte le traiga mala suerte -no sabe
cómo cambiar su química (rechaza la vil certeza
de no tener la vista ardiente), desea en su enjarre, sí,
correr el riesgo de tener la piel abierta y sentir lo que siente una ventana; y sin saber cómo será ser otro ser, el muro quiere
salida, cambiar, mover la vida -quiere aunque sea el viaje 
de la simple bisagra; o algo por venir que le saque de este aquí


sábado, 18 de enero de 2020

Y el ancla sigue allí (por Rodolfo Edwards)


un ancla vegeta
en la ribera
pasaron años
tal vez siglos
y el ancla sigue allí
entre el yuyo y el empedrado
testigo de mí mil veces
cuando me acerco
al borde del río
mirando el pasado
caen de mi mano
postales del puente
que sigue allí soportando
mis cicatrices
que no son tantas
ni tan pocas
me anclo al ancla
casi en pánico:
soy un simple mortal
apretando un dado
en el bolsillo


viernes, 17 de enero de 2020

Las sinfonías (por Rolf Jacobsen)


La edad de las grandes sinfonías
ya pasó.

Las sinfonías se alzaban hacia el cielo con real magnificencia,
nubes encendidas de sol con truenos dentro
sobre los siglos brillantes.
Cúmulus bajo cielos azules. Coriolanus.

Ahora vuelven a descender en forma de lluvia,
una banda, lluvia color piedra en todas las longitudes
de onda y los programas
cubriendo la tierra como un sobretodo mojado,
una bolsa de ruido.

Ahora están volviendo del cielo,
saltan de los rascacielos como granizo eléctrico
y se filtran en las salas de estar de los granjeros
y ruedan sobre los suburbios y los océanos de ladrillos
como un sonido inmortal.

Una lluvia de sonido,
"Ustedes, millones de seres de esta tierra, abrácense",
como gritos atenuados
cada día, cada día
sobre esta tierra sedienta
que los toma de nuevo en su interior.


jueves, 16 de enero de 2020

El hombre de acción (por Fernando Pessoa)


El mundo es de quien no siente. La condición esencial para ser un hombre práctico es la ausencia de sensibilidad. La cualidad principal en la práctica de la vida es aquella cualidad que conduce a la acción, esto es, la voluntad. Ahora bien, hay dos cosas que estorban a la acción –la sensibilidad y el pensamiento analítico, que no es, a fin de cuentas, otra cosa que el pensamiento con sensibilidad. Toda acción es, por naturaleza, la proyección de la personalidad sobre el mundo exterior, y como el mundo exterior está en buena y en su principal parte compuesto por seres humanos, se deduce que esa proyección de la personalidad consiste esencialmente en atravesarnos en el camino ajeno, en estorbar, herir o destrozar a los demás, según nuestra manera de actuar. Para actuar es necesario, por tanto, que no nos figuremos con facilidad las personalidades ajenas, sus penas y alegrías. Quien empatiza, se detiene. El hombre de acción considera el mundo exterior como compuesto exclusivamente de materia inerte –inerte en sí misma, como una piedra sobre la que se pasa o a la que se aparta del camino; o inerte como un ser humano que, por no poder oponerle resistencia, tanto da que sea hombre o piedra, pues, como a la piedra, o se le apartó o se le pasó por encima. El máximo ejemplo de hombre práctico, por reunir la extrema concentración de la acción junto con su importancia extrema, es la del estratega. Toda la vida es guerra, y la batalla es, pues, la síntesis de la vida. Ahora bien, el estratega es un hombre que juega con vidas como el jugador de ajedrez juega con las piezas del juego. ¿Qué sería del estratega si pensara que cada lance de su juego lleva la noche a mil hogares y el dolor a tres mil corazones? ¿Qué sería del mundo si fuéramos humanos? Si el hombre sintiera de verdad, no habría civilización. El arte sirve de fuga hacia la sensibilidad que la acción tuvo que olvidar.



miércoles, 15 de enero de 2020

Y prométeme volver en un sueño (por Anna Ajmátova)


Como tú sufro la negra separación permanente.
¿Por qué lloras? Mejor dame la mano y prométeme volver en un sueño.
Tú y yo somos un monte de dolor. En esta tierra tú y yo jamás nos encontraremos.
Si pudieras tan sólo enviarme a medianoche
por medio de las estrellas tu recuerdo…



martes, 14 de enero de 2020

El nadador (por Héctor Viel Temperley)


Soy el nadador, Señor, soy el hombre que nada.
Soy el hombre que quiere ser aguada
para beber tus lluvias
con la piel de su pecho.
Soy el nadador, Señor, bota sin pierna bajo el cielo
para tus lluvias mansas,
para tus fuertes lluvias,
para todas tus aguas.
Las aguas como lonjas de una piel infinita,
las aguas libres y la de los lagos,
que no son más que cielos arrastrados
por tus caídos ángeles.

Soy el nadador, Señor, soy el hombre que nada.
Tuyo es mi cuerpo, que hasta en las más bajas
aguas de los arroyos
se sostiene vibrante,
como en medio del aire.
Mi cuerpo que se hunde
en transparentes ríos
y va soltando en ellos
su aliento, lentamente,
dándoselo a aspirar
a la corriente.

Soy el nadador, Señor, soy el hombre que nada
hasta las lluvias
de su infancia,
que a las tardes crecían
entre sus piernas salpicadas
como alto y limpio pajonal que aislaba
las casonas
y desde sus paredes
celestes se ensanchaba.

Soy el nadador, Señor, el hombre que nada
por la memoria de las aguas
hasta donde su pecho
recuerda las pisadas,
como marcas de luz, de tus sandalias.

Y recuerda los días cuando el cielo
rodaba hasta los ríos como un viento
y hacía el agua tan azul que el hombre
entraba en ella y respiraba.
Soy el hombre que nada hasta los cielos
con sus largas miradas.

Soy el nadador, Señor, sólo el hombre que nada.
Gracias doy a tus aguas porque en ellas
mis brazos todavía
hacen ruido de alas.


lunes, 13 de enero de 2020

Debiera ser muy fácil (por Philip Larkin)


Debiera ser muy fácil conversar en la cama,
tan lejos se remonta ese yacer ahí juntos:
símbolo de franqueza entre dos seres.

No obstante, pasa y pasa calladamente el tiempo.
Afuera, la incompleta agitación del viento
hace y deshace nubes por el cielo

y el horizonte es cúmulo de ciudades oscuras.
Nada nos hace caso. Nada demuestra cómo
a esta distancia única del aislamiento

se vuelve aún más difícil encontrar
palabras a la vez ciertas y amables,
o no del todo falsas y groseras.


domingo, 12 de enero de 2020

Si conociéramos el punto (por Roberto Juarroz)


Si conociéramos el punto
donde va a romperse algo,
donde se cortará el hilo de los besos,
donde una mirada dejará de encontrarse con otra mirada,
donde el corazón saltará hacia otro sitio,
podríamos poner otro punto sobre ese punto
o por lo menos acompañarlo al romperse.

Si conociéramos el punto
donde algo va a fundirse con algo,
donde el desierto se encontrará con la lluvia,
donde el abrazo se tocará con la vida,
donde mi muerte se aproximará a la tuya,
podríamos desenvolver ese punto como una serpentina
o por lo menos cantarlo hasta morirnos.

Si conociéramos el punto
donde algo será siempre ese algo,
donde el hueso no olvidará a la carne,
donde la fuente es madre de otra fuente,
donde el pasado nunca será pasado,
podríamos dejar sólo ese punto y borrar todos los otros
o guardarlo por lo menos en un lugar más seguro.



sábado, 11 de enero de 2020

Pero es otra la palabra que no encuentra (por Alberto Szpuberg)


Hay un hombre que contempla la vieja hiedra y busca
una palabra que no encuentra,
toma del suelo una hoja caída y sueña con la palabra
que no encuentra esa palabra,
la hoja -"dos o tres hojas"- es quebradiza y cruje entre
las manos de un hombre como si fuera la palabra que
busca y que no encuentra,
pero sólo tiene los bordes rojizos como el atardecer,
"esa tarde" en que hay un hombre que busca una
palabra, esa palabra, y no la encuentra.
Mira la tierra, el muro rugoso bajo el sol -"creo que es
el sol"-, pero es otra la palabra que no encuentra:
¿será tu nombre que él no sabe y yo creo saber,
cualquiera de estas palabras que él no lee y yo creo
escribir?
A través de las hojas de la hiedra el hombre cree ver la palabra que no encuentra,
pero son las nubes de bordes rojizos como la hoja en el atardecer, "esta tarde" en que hay un hombre que busca una palabra y no la encuentra, "esos muertos",
esa palabra.
Vendrá la noche y el hombre se sentará al pie de la
hiedra agobiado por la palabra que no encuentra,
se dormirá soñando con la palabra que no encuentra,
y se despertará balbuceando inútilmente esa palabra que no encuentra,
y volverá a casa -"la vieja casona donde la hiedra es un fino trazo sobre los altos muros"- y encenderá la
hornalla pensando en la palabra que no encuentra,
"esta tarde", esa palabra,
se inclinará a encender un cigarrillo y yo escribiré "el
agua ronronea" y tú leerás "El agua ronronea" y él
oirá que el agua ronronea.
Sin saber por qué -"porque no sé, nunca sabré"- recién entonces el hombre podrá fumar tranquilo, "esta tarde",
esta misma -sí, "ya sé, ya sé, esos muertos"-
en que hay otro hombre que busca una palabra y no
la encuentra.
Como si otro hombre dijera: "tu voz me distrae de todo
lo que dices",
como si otro hombre dijera: "de pronto tus palabras",
como si siempre otro hombre dijera la palabra, tu
nombre quizás, este silencio.



viernes, 10 de enero de 2020

Hazme una máscara (por Dylan Thomas)


Hazme una máscara y una pared que me aparten de tus espías,
de esos ojos cortantes y esmaltados, de esas garras patéticas
de ultraje y rebelión en los orfanatos de mi cara.
Hazme una mordaza de árbol mudo que ataje a mis jurados enemigos,
una lengua de bayoneta que diga esta plegaria a la intemperie,
una boca expresiva, una trompeta en que soplar dulces mentiras
y el rostro de un idiota tallado en roble y una antigua armadura
que acorace el cerebro brillante y aturda a los inquisidores.
Y hazme un pesar de viudo que, al bajar de las pestañas saturado de lágrimas,
cubra la belladona, para que así estos ojos secos sepan ver
cómo delatan los demás el engaño gimiente de sus pérdidas
en la curva de la boca desnuda o en la risa tramposa.


jueves, 9 de enero de 2020

Son palabras mejores (por Jim Dodge)


Siempre que Jason decía caztor en lugar de «castor»
o aldilla en lugar de «ardilla»
lo adoraba en secreto.
Son palabras mejores:
El ajetreado caztor caztoreando;
la cola gris de la aldilla
enroscada como una culebrilla de humo en una rama de arce.
Nunca le dije que estuviera pronunciando mal sus nombres,
aunque yo sí los pronunciaba según la convención.
En cierta ocasión se dio cuenta, y se explicó:
«Yo digo caztor.»
«Genial», le dije, «como lo veas».
Pero en una semana
estaba pronunciando ambas «correctamente».
Cumplí con mi deber,
y lo lamento.
Hasta nunca, caztor y aldilla.
Tanta belleza perdida para el entendimiento.


miércoles, 8 de enero de 2020

Puesto que todo cabe en las palabras (por Joseph Brodsky)


—La enorme ciudad, en una densa tiniebla.

—Cuaderno escolar cuadriculado.

—Se eleva un enorme manicomio.

—Paréntesis en el orden del universo.

—Tras la fachada un helado patio,

todo nevado, lleno de pilas de leña.

—¿No es solo conversación todo este paisaje,

puesto que todo cabe en las palabras?

—No: aquí viven hombres que han perdido el juicio

de horrores viscerales, de miedos de ultratumba.

—Pero ¿ellos no serán una mera posibilidad

de llamarse hombres?

—No, porque tienen ojos que expresan algo,

extremidades, cabezas sobre los hombros.

—Al recibir un nombre, una cosa

se hace inmediatamente parte de la oración.

—¿También las partes del cuerpo?

—Estas, sobre todo.

—¿Y este lugar?

—Ya ves que hasta lo llaman casa.

—¿Y los días?

—Los días tienen nombres.

Oh, ¡todo esto parece Sodoma

de las palabras voraces! ¿Quién les otorgó derecho?

—Aquí un nombre sonaría muy siniestro.

—¡Me empieza a dar vueltas la cabeza

de tantas palabras que han decorado las cosas!

—Indiscutiblemente, esto nos marca.

—Como el mar a Gorbunov; y perjudica

a la salud.

—Entonces no es el mar que se precipita a la orilla,

sino una palabra que persigue a otra.

—¡Las palabras entonces son reliquias!

—Es que alguna vez han existido como cosas…

y de las cosas nos protegen los nombres.

—¿Acaso también de la pasión de Cristo?

—De toda pasión.

—¡Que Dios nos valga!

—Él mismo curaba las bocas con sus palabras,

pero también se había escudado tras las palabras.

—Su mismo destino es una advertencia.

—Lo cual garantiza que el nuestro

no sea ahogarnos en el mar.

—Y que su muerte sea la única cosa binaria.

—Y por lo mismo, resulta un sinónimo.


Pero ¿y la eternidad? ¿O acaso ella

también fue una cosa que se convirtió en palabra?

—Es la única palabra en la tierra 


que no ha logrado devorar a su objeto.



martes, 7 de enero de 2020

Una angustia de exilio (por Fernando Pessoa)


Hay días en que cada persona que encuentro y, aún más, las personas con las que convivo cotidianamente y a la fuerza, asumen aspecto de símbolos y, o aislados o juntándose, forman una escritura profética u oculta, descriptiva en sombras de mi vida. La oficina se me vuelve una página con palabras de gente; la calle es un libro; las palabras cambiadas con los habituales, los desacostumbrados que encuentro, son decires para los que me falta el diccionario pero no del todo el entendimiento. Hablan, expresan, y sin embargo no es de ellos de quien hablan, ni es a ellos a quienes expresan; son palabras, lo he dicho, y no muestran: dejan transparecer. Pero, en mi visión crepuscular, sólo vagamente distingo lo que esas vidrieras súbitas, reveladas en la superficie de las cosas, admiten del interior que velan y revelan. Entiendo sin conocimiento, como un ciego al que hablasen en colores.

Pasando a veces por la calle, oigo trozos de conversaciones íntimas, y casi todas son de la otra mujer, del otro hombre, del muchacho de la alcahueta o de la amante de aquel...

Llevo, sólo por haber oído estas sombras de discurso humano que es, a fin de cuentas, todo aquello en que se ocupan la mayoría de las vidas conscientes, un tedio de asco, una angustia de exilio entre arañas y la conciencia súbita de mi encogimiento entre gente real; la condenación de ser vecino igual, ante el señorío y el sitio, de los otros inquilinos de la aglomeración mirando con asco, por entre las verjas traseras del almacén del entresuelo, la basura ajena que se amontona con la lluvia en el zaguán que es mi vida.



lunes, 6 de enero de 2020

Dos flores (por Isidro Saiz de Marco)


en este lugar sucio

enfangado de miedo

predación

hostilidad

codicia




sobre este lodazal

de máscaras

de yugos

de embestidas


en este suelo triste, sobre esta podredumbre


solo dos plantas frágiles y pequeñas

dos temblorosos tallos, cada uno con su flor

han logrado brotar


sobre este erial mugriento

en la inmundicia y entre la sordidez

ellas dos, solo ellas

la amistad y el amor

han abierto sus pétalos


domingo, 5 de enero de 2020

El edificio (por Philip Larkin)


Más alta que el hotel más elegante
la cresta luminosa se divisa desde lejos, pero ved,
alrededor suben y bajan callejuelas
como un gran suspiro del siglo pasado.
Son despreciables los conserjes; los vehículos
que llegan no son taxis; y en el vestíbulo, además
de enredaderas, cuelga un olor amenazante.

Hay novelitas, y té en las muchas tazas,
como en los aeropuertos, pero esos que dóciles ocupan
las hileras de sillas de acero, hojeando revistas ajadas,
no vienen de lejos. Las ropas de salir,
las bolsas de compras medio llenas, las inquietas caras
resignadas parecen de autobús local, si bien
cada tanto aparece una especie de enfermera
para llevarse a alguno: los demás apoyan
la taza en el platito, tosen o buscan en el suelo
un guante o un papel caído. Humanos, sorprendidos
en campo curiosamente neutro, con nombres y hogares
en suspenso repentino; jóvenes algunos,
otros viejos, la mayoría de esa vaga edad que marca
el fin de las opciones, la última esperanza; y todos
vienen a confesar que hay algo que no va bien.

Ha de tratarse de un defecto serio,
pues mirad cuántos pisos exige, a qué altura
está llegando y cuánto dinero se ha invertido
en corregirlo. Fijaos en la hora,
las once y media de un día laborable,
y en estos excluidos de él; mirad, en tanto suben
a los niveles señalados, cómo sus ojos se investigan
mutuamente, imaginando; en el camino alguien
pasa empujado sobre ruedas, en gastadas sábanas de guardia.

También ellos lo ven. Están tranquilos. Descubrir
que comparten algo nuevo los serena,
pues tras las puertas hay habitaciones, y tras éstas otras,
y más habitaciones todavía, cada cual más lejos
y de retorno más difícil, ¿y quién sabe
cuál verá, y cuándo? Por el momento esperan,
la mirada en el patio. Fuera todo es bastante viejo:
ladrillos, caños revestidos, y alguien caminando
hacia el aparcamiento, libre. Más allá del portón,
el tráfico; una iglesia bajo llave; breves calles de terraza
donde juegan niños, y muchachas con peinados
van a las tintorerías... Oh, mundo,

tus amores, tus azares, están fuera del alcance
de las manos que aquí esperan. Irreales, pues,
son un sueño tocante en donde caemos todos con el mismo arrullo,
pero del cual despertamos separados. Vanidad, en él,
e ignorancia protectora se congelan
para acarrear la vida, y sólo se derrumban
cuando nos llaman a un pasillo (pues ahora la enfermera
vuelve a hacer señas...). Cada uno al fin
se levanta y va. Algunos saldrán al mediodía, o a las cuatro.
Otros, sin saberlo, han venido a unirse
a la congregación oculta que en hileras blancas
yace apartada, arriba: mujeres, hombres,
jóvenes, viejos; crudas caras de la única moneda
que se acepta aquí.

Todos saben que morirán.
No aún, tal vez, no aquí, pero algún día
y en un sitio como éste. Tal es el significado
de este peñasco regular; un afán de trascender
la idea de la muerte, pues salvo que su poder supere
al de las catedrales, nada impide
que el ocaso llegue, aunque multitudes lo intenten cada tarde

con débiles, pródigas flores propiciatorias.



sábado, 4 de enero de 2020

Miseria y esplendor (por Robert Hass)


Convocados conscientemente por el recuerdo, ella
sonriendo, los dos en la cocina hablando,
antes o después de la cena. Pero están en esta otra habitación,
la ventana está hecha de vidrios diminutos, y están en un sofá
abrazándose. Él la sujeta tan fuerte
como puede, ella se entierra en su cuerpo.
Es por la mañana o quizá por la tarde, la luz
fluye a través de la habitación. Fuera,
al día le sucede lentamente la noche,
y después el día. El proceso se tambalea
y se acelera: semanas, meses, años. La luz en la habitación
permanece inalterable, así que es obvio lo que está sucediendo.
Intentan convertirse en una sola criatura,
pero algo no consiente. Son tiernos
el uno con el otro, temerosos
de que sus breves, agudos gritos les lleven a aceptar el momento
en que volverán a separarse. Así que se restriegan contra el otro,
secas sus bocas, después húmedas, después secas.
Se sienten en el centro de una poderosa
y desconcertada voluntad. Sienten
que son un único animal casi completo,
arrojado por las olas a la orilla de un mundo
—o acurrucado contra la puerta de un jardín—
del que no pueden admitir que jamás lograrán ser admitidos.


viernes, 3 de enero de 2020

Misericordia (por Sharon Olds)


La última vez que nos acostamos
(no puedo recordar cuándo fue,
entonces yo solía ser un reloj
en lo de acostarnos juntos,
y ahora dentro de mí,
en algún sitio,
va a la deriva el conocimiento,
en una de esas aguadas en los mapas
de los desiertos, esos espaciosos desperdicios),
la última vez, él se detuvo
en alguno de los descansos,
en algún intervalo entre los enredos,
y puso su palma en mi espalda, entre los omóplatos.
Era como si estuviera pidiendo la paz,
preguntando si esto podía terminar
-quizá no justamente esta vez, pero que terminara-.
Estaba firme dentro de mí, pidiendo paz.
Y yo me relajé, pero entonces mi radiante trasero
se movió torpemente otra vez, y yo susurré
¿Sólo uno más?,
y su gruñido indulgente
me pareció de placer,
incluso de cariño,
y mi vida, al ser incorporada a la carne,
estalló con los dulces estruendos otra vez.
Y entonces yacimos y nos miramos el uno al otro
-o yo lo miré a él a los ojos-.
Quizá esa fue la última vez
sin saber que era la última.
Sin solemnidad.
Y sin embargo la señal estaba dada,
esa mano recostada sobre mi espalda,
no un guante, sino una petición formal de indulto,
una señal para Pedir Misericordia.



jueves, 2 de enero de 2020

Una piel que quitar (por Halvard Johnson)


Decir adiós
no es un problema.

Un casa es una piel
que quitar

de la que librarse
habitación tras habitación

armario tras armario
hasta que lo que queda

son pilas de cajas,
unas pocas perchas,

un montón de desechos
en el suelo de la cocina

que nunca pareció tan amplia,
el perro de un vecino

que ha venido a decir adiós
desde una distancia prudencial.