zUmO dE pOeSíA

zUmO dE pOeSíA
de todos los colores, de todos los sabores

ALEATORIUM: Saca un poema de nuestro almacén

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lunes, 31 de julio de 2017

Yo mismo soy el animal extraño (por Antonio Gamoneda)



Un animal oculto en el crepúsculo me vigila y se apiada de mí. Pesan las frutas corrompidas, hierven las cámaras corporales. Cansa atravesar esta enfermedad llena de espejos. Alguien silba en mi corazón. No sé quién es pero entiendo su sílaba interminable.

Hay sangre en mi pensamiento, escribo sobre lápidas negras. Yo mismo soy el animal extraño. Me reconozco: lame los párpados que ama, lleva en su lengua las sustancias paternales. Soy yo, no hay duda: canta sin voz y se ha sentado a contemplar la muerte, pero no ve más que lámparas y moscas y las leyendas de las cintas fúnebres. A veces, grita en tardes inmóviles.

Lo invisible está dentro de la luz, pero, ¿arde algo dentro de lo invisible? La imposibilidad es nuestra iglesia. En todo caso, el animal se niega a fatigarse en la agonía.

Es el que está despierto en mí cuando yo duermo. No ha nacido y, sin embargo, ha de morir.

Así las cosas, ¿de qué perdida claridad venimos? ¿Quién puede recordar la inexistencia? Podría ser más dulce regresar, pero entramos indecisos en un bosque de espinos. No hay nada más allá de la última profecía. Hemos soñado que un dios lamía nuestras manos: nadie verá su máscara divina.

Así las cosas, la locura es perfecta.


domingo, 30 de julio de 2017

Anhelé ser esa cosa (por Theodore Roethke)



Vi una joven serpiente deslizarse

fuera de la abigarrada sombra,

y colgarse, floja, de una piedra;

una boca delgada, y una lengua,

se detuvieron en el aire calmo.


Se volvió; salió de allí;

la sombra se plegó en dos;

veloz, ya se había ido.


Sentí caldear mi perezosa sangre.

Anhelé ser esa cosa,

la pura, sensible forma.


Y podría serlo, alguna vez.



sábado, 29 de julio de 2017

Al otro lado (por Don Harlap)



Es tanto el silencio aquí;


El ojo, el hueso, el suelo quebrado.

Resulta todo tan familiar.


De cuando en cuando solía verlos:

los ojos, los huesos, los suelos quebrados.


¡Por favor, dilo más alto, no te puedo oír!


Es tanto el silencio aquí.

¿El paisaje?

Son tumbas.

Iguales son ahora.

Las ratas, las joyas, todo es lo mismo.


¿El lado frágil?

Yo, tú, nosotros,


solamente las flores continúan creciendo.

Es tanto el silencio aquí.


¿Qué le pasó a tu cuerpo?

¿Por qué sigues mirándome?

No hay líquidos en este lugar,

y casi nadie se mueve.


¿Es eternidad o una estación por la que pasamos?

Es tanto el silencio aquí.


¿Me dirá alguien la verdad?


¿Queda algo de piel sobre tu cuerpo?

¿Puedo tocarte tan sólo para recordar?


¿Hay algún ritmo aquí?


Nada, sino soledad.


Es tanto el silencio.


¿Adonde dan las puertas?

¿De dónde vienen las olas?


El tiempo no existe aquí.

Ni siquiera hay niños:

sólo temor y belleza.


viernes, 28 de julio de 2017

Para el pájaro amarillo (por Vicente Aleixandre)


Esa tristeza pájaro carnívoro;
la tarde se presta a la soledad destructora;
en vano el río canta en los dedos o peina,
peina cabellos, peces, algún pecho gastado.

Esa tristeza de papel más bien basto;
una caña sostiene un molinillo cansado;
el color rosa se pone amarillo,
lo mismo que los ojos sin pestañas.

El brazo es largo como el futuro de un niño;
mas para qué crecer si el río canta
la tristeza de llegar a un agua más fuerte,
que no puede comprender lo que no es tiranía.

Llegar a la orilla como un brazo de arena,
como niño que ha crecido de pronto
sintiendo sobre el hombro de repente algún pájaro.
Llegar como unos labios salobres que se llagan.

Pájaro que picotea pedacitos de sangre,
sal marina o rosada para el pájaro amarillo,
para ese brazo largo de cera fina y dulce
que se estira en el agua salada al deshacerse.



jueves, 27 de julio de 2017

He viajado (por Fernando Pessoa)



Fue por culpa de un crepúsculo de vago otoño por lo que partí para ese viaje que nunca hice.

El cielo —imposiblemente me acuerdo— era de un resto cárdeno de oro triste, y la línea agónica de los montes, clara, tenía una aureola cuyos tonos de muerte le penetraban, suavizadores, en la astucia de su contorno.

Desde la otra amurada del barco (hacía más frío y era más de noche sobre ese lado del toldo) el océano temblaba hasta donde el horizonte este se entristecía, y donde, poniendo penumbras de noche en la línea líquida y oscura del mar extremo, un hálito de tiniebla flotaba como una niebla en un día de calor.

El mar, me acuerdo, tenía tonalidades de sombra, de mezcla con fugas onduladas de vaga luz —y era todo misterioso como una idea triste en un momento de alegría, profético no sé de qué.

Yo no partí de un puerto conocido. Ni sé hoy qué puerto era, porque todavía no he estado allí. Tampoco, igualmente, el propósito ritual de mi viaje era ir en demanda de puertos inexistentes —puertos que fuesen tan sólo el entrar-hacia puertos; ensenadas olvidadas de ríos, estrechos entre ciudades irreprensiblemente irreales.

Pensáis, sin duda, al leerme, que mis palabras son absurdas. Es que nunca habéis viajado como yo.

¿Partí yo? Yo no os juraría que partí. Me encontré en otras partes, en otros puertos, pasé por ciudades que no eran aquélla, aunque ni aquélla ni ésas fueran ciudades ningunas.

Juraros que fui yo quien partió y no el paisaje, que fui yo quien visitó otras tierras y no ellas las que me visitaron —no puedo hacéroslo.

Yo que, no sabiendo lo que es la vida, no sé si soy yo quien vivo o si es ella quien me vive (tenga este verbo «vivir» el sentido que quiera tener), seguro que no iré a juraros nada.

He viajado. Creo inútil explicaros que no llevé ni meses, ni días, ni otra cantidad cualquiera de cualquier tiempo viajando. Viajé en el tiempo, es cierto, pero no del lado de acá del tiempo, donde lo contamos por horas, días y meses; fue del otro lado del tiempo por donde yo viajé, donde el tiempo no se cuenta con una medida.

Transcurre, pero sin que sea posible medirlo.

Es como más rápido que el tiempo que hemos visto vivirnos. Me preguntaréis a vosotros, seguro, qué sentido tienen estas frases. Nunca erréis así.

Despedíos del error de preguntar el sentido a las cosas y a las palabras. Nada tiene un sentido.

¿En qué barco hice ese viaje? En el vapor Cualquiera. Os reís. Yo también, y de vosotros tal vez. ¿Quién os dice, y a mí, que no escribo símbolos para que los comprendan los dioses?

No importa. Partí por el crepúsculo. Tengo todavía en el oído el ruido férreo de alzar el ancla a vapor. En el soslayo de mi memoria se mueven todavía lentamente, para entrar por fin en su posición de inercia, los brazos del guindaste de a bordo que hacía horas había abrumado a mi vista de continuos cajones y barriles.

Éstos rompían súbitos, cogidos alrededor por una cadena, de por cima de la amurada donde tropezaban, arañando, y después, oscilando, se iban dejando empujar, empujar, hasta quedar por encima de la bodega, hacia donde, súbitos, bajaban, hasta, con un choque sordo de madera, llegar aplastantemente a un lugar oculto de la bodega.

Después sonaban allá abajo al desatarlos; en seguida subía sólo la cadena agitándose en el aire, y volvía a empezar todo, como inútilmente.

¿Para qué os cuento yo esto? Porque es absurdo estar contándoslo, visto que es de mis viajes de lo que dije que hablaría.

He visitado Nuevas Europas, y Constantinoplas otras han acogido a mi llegada velera en Bósforos falsos. ¿De llegada velera os espantáis?

Es como lo digo, así mismo. El vapor en que partí llegó hecho un barco de vela al puerto.


Que esto es imposible, decís. Por eso me ha sucedido.

Nos llegaron, en otros vapores, noticias de guerras soñadas en Indias imposibles.

Y, al oír hablar de esas tierras teníamos inoportunamente añoranzas de la nuestra, dejada tan atrás, quién sabe si en aquel mundo.




miércoles, 26 de julio de 2017

Como si la tierra suspirara (por Sharon Olds)



Incluso cuando no tienes miedo de estar embarazada,

es hermoso cuando te viene, encantadoramente sexual,

a lo largo de ese cuello radiante

y de los labios, su primer pliegue,

y a veces, en los últimos pasos por el baño,

dejas una estela deslumbrante, los pétalos

que la niña de las ores esparce detrás de la novia. Y después sus colores,

a veces un rojo casi dorado,

o un bermellón oscuro, la gota que salta

y se abre lentamente en el agua,

una galaxia de jalea,

el violeta–oscuro, el agua ondulante, apacible

como un lago en la luna, nada de esto

hiere, incluso la pequeña mancha

en las medias negras con brillo carmesí

oscilando en la delgada cuerda ojea

hacia la izquierda y la derecha en esa luminosa pista,

inocente tapa de inodoro,

la mancha no puede morir. Va a haber un huevo ahí,

en algún lugar, en cualquier minuto, alado con montones

de banderas asimétricas de plasma, una célula que

de cerca es un planeta inmenso, de puntos y acuoso

pero que no es nadie todavía. A veces,

cuando miro este delicado espectáculo,

es como si viera nevar, o estrellas fugaces,

y pienso en los hombres, qué les parecerá a ellos

cuando vemos la sangre caer lentamente de nuestro sexo,

como si la tierra suspirara, leve

y nosotras pudiéramos sentirla, y verla,

como si la vida gimiera un poco, asombrada,

y nosotras mismas fuéramos esa vida.



martes, 25 de julio de 2017

Otra primavera (por Kennet Rexroth)



Las estaciones cambian y los años pasan

sin ayuda ni vigilancia.

La luna, sin pensarlo,

cumple su ciclo, llena, creciente, y llena.


La luna blanca entra en el corazón del río;

el aire está lleno del perfume de las azaleas;

profundo en la noche, el cono de un pino cae;

nuestra fogata muere en la vacía montaña.


Las estrellas brillantes tiritan entre las trémulas ramas;

el lago es negro, sin fondo en la noche cristalina;

alta en el cielo, la Corona del Norte

es partida en dos por la oscura cumbre de un monte nevado.


Oh corazón, corazón, tan singularmente

intransigente y corruptible,

aquí yacemos extasiados junto al agua iluminada por las estrellas,

y los momentos que debieran durar para siempre

se deslizan inconscientemente por nosotros como el agua.




lunes, 24 de julio de 2017

Una lista (por Simon Armitage)



Cinco libras cincuenta en monedas sueltas, exactamente,

una tarjeta de biblioteca en su fecha de caducidad.


Una postal, sellada,

no escrita, pero franqueada,


un diario de bolsillo cortado con un lápiz

desde el veinticuatro de marzo hasta el primero de abril.


Una abrazadera de llaves para una cerradura empotrada,

un reloj analógico, automático, parado.


Una demanda final

en su propia mano,


una nota de explicación enrollada

plantada allí como un ramo de claveles


pero decapitado, en su puño.

Una lista de la compra.


Una fotografía de un regalo escondida en su billetera,

un recuerdo depositado en el corazón de un medallón.


No hay oro ni plata,

pero coronando un dedo


un anillo de piel blanca, menos curtida.

Eso era todo.



domingo, 23 de julio de 2017

A veces existimos todavía (por Circe Maia)



Hemos resuelto no existir. Mejor dicho

se ha resuelto que no existiéramos.

Así quedamos quietos, en el fondo,

sin hacer nada.

Como niños demasiado buenos

que han renunciado al juego por no hacer ruido

y ni hablar de leer, porque hay crujidos

al dar vuelta las hojas.

Adelgazados, sí, casi sin peso,

sin movernos, ya dije.

Sólo queda mirar a quien no mira,

no nos ve casi nunca.

¡Pero a veces!

A veces existimos todavía

en forma de punzadas silenciosas.

Un pensamiento-aguja, voz-astilla

da el inaudible grito: “¡Todavía!”



sábado, 22 de julio de 2017

Creo en la mano detenida (por Wislawa Szymborska)


Creo en el gran descubrimiento.
Creo en el hombre que hará el descubrimiento.
Creo en el terror del hombre que hará el descubrimiento.
Creo en la palidez de su rostro,
la náusea, el sudor frío en su labio.
Creo en la quema de las notas,
quema hasta las cenizas,
quema hasta la última.
Creo en la dispersión de los números,
su dispersión sin remordimiento.
Creo en la rapidez del hombre,
la precisión de sus movimientos,
su libre albedrío no reprimido.
Creo en la destrucción de las tablillas,
el vertido de los líquidos,
la extinción del rayo.
Afirmo que todo funcionará
y que no será demasiado tarde,
y que las cosas se desvelarán en ausencia de testigos.
Nadie lo averiguará, no me cabe duda,
ni esposa ni muralla,
ni siquiera un pájaro, porque bien puede cantar.
Creo en la mano detenida,
creo en la carrera arruinada,
creo en la labor perdida de muchos años.
Creo en el secreto llevado a la tumba.
Para mí estas palabras se remontan por encima de las reglas.
No buscan apoyo en ejemplos de ninguna clase.
Mi fe es fuerte, ciega y sin ningún fundamento.



viernes, 21 de julio de 2017

Estallaba de asombro (por Carlos Sahagún)


Si vuelvo la cabeza,
si abro los ojos, si
echo las manos al recuerdo,
hay una mesa de madera oscura,
y encima de la mesa, los papeles inmóviles del tiempo,
y detrás,
un hombre bueno y alto.

Tuvo el cabello blanco, muy hecho al yeso, tuvo
su corazón volcado en la pizarra,
cuando explicaba casi sin mirarnos,
de buena fe, con buenos ojos siempre,
la fórmula del agua.

Entonces, sí. Por las paredes,
como un hombre invisible, entraba la alegría,
nos echaba los brazos por los hombros,
soplaba en el cuaderno, duplicaba
las malas notas, nos traía en la mano
mil pájaros de agua, y de luz, y de gozo…

Y todo era sencillo.

El mercurio subía caliente hasta el fin,
estallaba de asombro el cristal de los tubos de ensayo,
se alzaban surtidores, taladraban el techo,
era el amanecer del amor puro,
irrumpían guitarras dichosamente vivas,
olvidábamos la hora de salida, veíamos
los inundados ojos azules de las mozas
saltando distraídos por en medio del agua.

Y os juro que la vida se hallaba con nosotros.

Pero, ¿cómo decir a los más sabios,
a los cuatro primeros de la clase,
que ya no era preciso saber nada,
que la sal era sal y la rosa era rosa,
por más que ellos les dieran nombres impuros?
¿Cómo decir: moveos,
que ya habrá tiempo de aprender,
decid conmigo: Vida, tocad
el agua, abrid los brazos
como para abrazar una cintura blanca,
romped los libros muertos?

Os juro que la vida se hallaba con nosotros.

Profesor, hasta el tiempo del agua químicamente pura
te espero.
De nuevo allí verás, veremos juntos
un porvenir abierto de muchachas
con los pechos de agua y de luz y de gozo…



jueves, 20 de julio de 2017

Y yo le sonreía (por Javier Egea)



Vino primero frívola -yo niño con ojeras-
y nos puso en los dedos un sueño de esperanza
o alguna perversión: sus velos y su danza
le ceñían las sílabas, los ritmos, las caderas.

Mas quisimos su cuerpo sobre las escombreras
porque también manchase su ropa en la tardanza
de luz y libertad: esa tierna venganza
de llevarla por calles y lunas prisioneras.

Luego nos visitaba con extraños abrigos,
mas se fue desnudando, y yo le sonreía
con la sonrisa nueva de la complicidad.

Porque a pesar de todo nos hicimos amigos
y me mantengo firme gracias a ti, poesía,
pequeño pueblo en armas contra la soledad.



miércoles, 19 de julio de 2017

Por no tener zapatos (por Matilde Alba Swann)



Toda mi angustia tuvo la forma de un zapato.

De un zapatito roto, opaco, desclavado.

El patio de la escuela... Apenas tercer grado...

Qué largo fue el recreo, el más largo del año.

Yo sentía vergüenza de mostrar mi pobreza.

Hubiera preferido tener rotas las piernas

y entero mi calzado. Y allí contra una puerta

recostada, mirando, me invadía el cansancio

de ver cómo corrían los otros por el patio.


Zapatos con cordones, zapatos con tirillas,

todos zapatos sanos. Me sentía en pecado

vencida y diminuta, mi corazón sangrando...

Si supieran los hombres cuánto a los diez años

puede sufrir un niño por no tener zapatos...

Qué anticipo de angustia. Todavía perdura

doliéndome el pasado. El patio de la escuela

y aquel recreo largo...


Mi piececito trémulo, miedoso, acurrucado.

Mi infancia entristecida, mi mundo derrumbado.

Un pájaro sin alas, tendido al pie de un árbol.

La pobreza no tiene perdón a los diez años. 




martes, 18 de julio de 2017

No, no se envenena (por Werner Aspenström)


Se preguntaba si podía acariciar al difunto.
La enfermera le dijo que sí.
¿No se envenena una de cadáver?
No, no se envenena.
Habían estado viendo una reposición en la tele,
él había hecho una profunda aspiración
y entonces había... ocurrido.
Lo ideal sería que los dos nos fuéramos juntos,
habían dicho muchas veces.
Ahora quedaba allí sola
como una rebanada de pan olvidada en el tostador.
Usted, enfermera, ¿me entiende?
La entiendo.
¿Tal vez podría lavarme la mano después?
Claro que podría.
Pero no es necesario ¿verdad?
No, no es necesario.
Entonces voy a acariciar, sí, al difunto.



lunes, 17 de julio de 2017

Sus nombres (por Saiz de Marco)



si se apagaran

el jazmín

el azahar

la madreselva

subsistirían

aún estarían al menos

con nosotros

sus nombres


quedarían las palabras

que inventamos para ellos


si perecieran


si se fueran del todo

el colibrí

el jilguero

el ruiseñor

sus nombres seguirían aquí

junto a nosotros



pervivirían

las formas de decirlos

que ellos nos inspiraron

las plazas que ocupaban

en nuestro viejo hablar


y quienes no los vieron


quienes nunca los vieron vivir

preguntarían

cómo eran

y qué hacían

y en ellos qué brillaba

tan especial

tan grácil

para llamarse así



domingo, 16 de julio de 2017

Disponible por siempre (por Luis Cernuda)


¿Volver? Vuelva el que tenga,
tras largos años, tras un largo viaje,
cansancio del camino y la codicia
de su tierra, su casa, sus amigos,
del amor que al regreso fiel le espere.

Mas, ¿tú? ¿Volver? Regresar no piensas,
sino seguir libre adelante,
disponible por siempre, mozo o viejo,
sin hijo que te busque, como a Ulises,
sin Ítaca que aguarde y sin Penélope.

Sigue, sigue adelante y no regreses,
fiel hasta el fin del camino y tu vida,
no eches de menos un destino más fácil;
tus pies sobre la tierra antes no hollada,
tus ojos frente a lo antes nunca visto.



sábado, 15 de julio de 2017

Uno y su cara (por Roque Dalton)



Tengo quince años y lloro por las noches.

Yo sé que ello no es en manera alguna peculiar
y que antes bien hay otras cosas en el mundo
más apropiadas para decíroslas cantando.

Sin embargo hoy he bebido vino por primera vez
y me he quedado desnudo en mis habitaciones para sorber la tarde
hecha minúsculos pedazos
por el reloj.

Pensar a solas duele. No hay nadie a quien golpear. No hay nadie
a quien dejar piadosamente perdonado.
Está uno y su cara. Uno y su cara
de santón farsante.
Surge la cicatriz que nadie ha visto nunca,
el gesto que escondemos todo el día,
el perfil insepulto que nos hará llorar y hundirnos
el día en que lo sepan todo las buenas gentes
y nos retiren el amor y el saludo hasta los pájaros.

Tengo quince años de cansarme
y lloro por las noches para fingir que vivo.
En ocasiones, cansado de las lágrimas,
hasta sueño que vivo.

Puede ser que vosotros no entendáis lo que son estas cosas.

Os habla, más que yo, mi primer vino mientras la piel que
sufro bebe sombra….



viernes, 14 de julio de 2017

Lo que se toca y salva (por Efraín Huerta)



Lo que más breve sea:

la paloma, la flor,
la luna en las pupilas;

lo que tenga la nota más suave:
el ala con la rosa,
los ojos de la estrella;

lo tierno, lo sencillo,
lo que al mirarse tiembla,
lo que se toca y salva
como salvan los ángeles,
como salva el verano
a las almas impuras;

lo que nos da ventura e igualdad
y hace que nuestra vida
tenga el mismo sabor
del cielo y la montaña.
Eso que si besa purifica.

Eso, amiga: tus manos.



jueves, 13 de julio de 2017

Este deshacerme (por Alejandra Pizarnik)


¿Y qué si nos vamos anticipando
de sonrisa en sonrisa
hasta la última esperanza?

¿Y qué?
¿Y qué me da a mí,
a mí que he perdido mi nombre,
el nombre que me era dulce sustancia
en épocas remotas, cuando yo no era yo
sino una niña engañada por su sangre?

¿A qué, a qué
este deshacerme, este desangrarme,
este desplumarme, este desequilibrarme
si mi realidad retrocede
como empujada por una ametralladora
y de pronto se lanza a correr,
aunque igual la alcanzan,
hasta que cae a mis pies como un ave muerta?

Quisiera hablar de la vida.
Pues esto es la vida,
este aullido, este clavarse las uñas
en el pecho, este arrancarse
la cabellera a puñados, este escupirse
a los propios ojos, sólo por decir,
sólo por ver si se puede decir:
"¿es que yo soy? ¿verdad que sí?
¿no es verdad que yo existo
y no soy la pesadilla de una bestia?".

Y con las manos embarradas
golpeamos a las puertas del amor.
Y con la conciencia cubierta
de sucios y hermosos velos,
pedimos por Dios.
Y con las sienes restallantes
de imbécil soberbia
tomamos de la cintura a la vida
y pateamos de soslayo a la muerte.

Pues eso es lo que hacemos.
Nos anticipamos de sonrisa en sonrisa
hasta la última esperanza.



miércoles, 12 de julio de 2017

Dónde están (por Czeslaw Milosz)


Estuvimos paseando a través de los campos
en un vagón al amanecer.
Una herida rosa roja en la oscuridad.

Y de pronto una liebre atravesó la carretera.
Uno de nosotros la señaló con la mano.
Eso fue hace tiempo. Hoy ninguno de ellos está vivo,
Ni la liebre, ni el hombre que hizo el ademán.

Oh, amor mío, ¿dónde están ellos, a dónde han ido?
El destello de una mano, la línea de un movimiento,
el susurro de los guijarros.
Pregunto no con tristeza, sino con asombro.


martes, 11 de julio de 2017

Cero (por Pedro Salinas)


I

Invitación al llanto. Esto es un llanto,
ojos, sin fin, llorando,
escombrera adelante, por las ruinas
de innumerables días.
Ruinas que esparce un cero —autor de nadas,
obra del hombre—, un cero, cuando estalla.

Cayó ciega. La soltó,
la soltaron, a seis mil
metros de altura, a las cuatro.
¿Hay ojos que le distingan
a la Tierra sus primores
desde tan alto?
¿Mundo feliz? ¿Tramas, vidas,
que se tejen, se destejen,
mariposas, hombres, tigres,
amándose y desamándose?
No. Geometría. Abstractos
colores sin habitantes,
embuste liso de atlas.
Cientos de dedos del viento
una tras otra pasaban
las hojas
—márgenes de nubes blancas—
de las tierras de la Tierra,
vuelta cuaderno de mapas.
Y a un mapa distante, ¿quién
le tiene lástima? Lástima
de una pompa de jabón
irisada, que se quiebra;
o en la arena de la playa
un crujido, un caracol
roto
sin querer, con la pisada.
Pero esa altura tan alta
que ya no la quieren pájaros,
le ciega al querer su causa
con mil aires transparentes.
Invisibles se le vuelven
al mundo delgadas gracias:
La azucena y sus estambres,
colibríes y sus alas,
las venas que van y vienen,
en tierno azul dibujadas,
por un pecho de doncella.
¿Quién va a quererlas
si no se las ve de cerca?

Él hizo su obligación:
lo que desde veinte esferas
instrumentos ordenaban,
exactamente: soltarla
al momento justo.

Nada.
Al principio
no vio casi nada. Una
mancha, creciendo despacio,
blanca, más blanca, ya cándida.
¿Arrebañados corderos?
¿Vedijas, copos de lana?
Eso sería...
¡Qué peso se le quitaba!
Eso sería: una imagen
que regresa.
Veinte años, atrás, un niño.

Él era un niño —allá atrás—
que en estíos campesinos
con los corderos jugaba
por el pastizal. Carreras,
topadas, risas, caídas
de bruces sobre la grama,
tan reciente de rocío
que la alegría del mundo
al verse otra vez tan claro,
le refrescaba la cara.
Sí; esas blancuras de ahora,
allá abajo
en vellones dilatadas,
no pueden ser nada malo:
rebaños y más rebaños
serenísimos que pastan
en ancho mapa de tréboles.
Nada malo. Ecos redondos
de aquella inocencia doble
veinte años atrás: infancia
triscando con el cordero
y retazos celestiales,
del sol niño con las nubes
que empuja, pastora, el alba.

Mientras,
detrás de tanta blancura
en la Tierra —no era mapa—
en donde el cero cayó,
el gran desastre empezaba.

II

Muerto inicial y víctima primera:
lo que va a ser y expira en los umbrales
del ser. ¡Ahogado coro de inminencias!
Heráldicas palabras voladoras
—«¡pronto!», «¡en seguida!», «¡ya!»— nuncios de dichas
colman el aire, lo vuelven promesa.
Pero la anunciación jamás se cumple:
la que aguardaba el éxtasis, doncella,
se quedará en su orilla, para siempre
entre su cuerpo y Dios alma suspensa.
¡Qué de esparcidas ruinas de futuro
por todo alrededor, sin que se vean!
Primer beso de amantes incipientes.
¡Asombro! ¿Es obra humana tanto gozo?
¿Podrán los labios repetirlo? Vuelan
hacia el segundo beso; más que beso,
claridad quieren, buscan la certeza
alegre de su don de hacer milagros
donde las bocas férvidas se encuentran.
¿Por qué si ya los hálitos se juntan
los labios a posarse nunca llegan?
Tan al borde del beso, no se besan.

Obediente al ardor de un mediodía
la moza muerde ya la fruta nueva.
La boca anhela el más celado jugo;
del anhelo no pasa. Se le niega
cuando el labio presiente su dulzura
la condensada dentro, primavera,
pulpas de mayo, azúcares de junio,
día a día sumados a la almendra.

Consumación feliz de tanta ruta,
último paso, amante, pie en el aire,
que trae amor adonde amor espera.
Tiembla Julieta de Romeos próximos,
ya abre el alma a Calixto, Melibea.
Pero el paso final no encuentra suelo.
¿Dónde, si se hunde
el mundo en la tiniebla,
si ya es nada Verona, y si no hay huerto?
De imposibles se vuelve la pareja.

¿Y esa mano —¿de quién?—, la mano trunca
blanca, en el suelo, sin su brazo, huérfana,
que buscas en el rosal la única abierta,
y cuando ya la alcanza por el tallo
se desprende, dejándose a la rosa,
sin conocer los ojos de su dueña?

¡Cimeras alegrías tremolantes,
gozo inmediato, pasmo que se acerca:
la frase más difícil, la penúltima,
la que lleva, derecho, hasta el acierto,
perfección vislumbrada, nunca nuestra!
¡Imágenes que inclinan su hermosura
sobre espejos que nunca las reflejan!

¡Qué cadáver ingrávido: una mañana
que muere al filo de su aurora cierta!
Vísperas son capullos. Sí, de dichas;
sí, de tiempo, futuros en capullos.
¡Tan hermosas, las vísperas!
¡Y muertas!

III

¿Se puede hacer más daño, allí en la Tierra?
Polvo que se levanta de la ruina,
humo del sacrificio, vaho de escombros
dice que sí se puede. Que hay más pena.
Vasto ayer que se queda sin presente,
vida inmolada en aparentes piedras.

¡Tanto afinar la gracia de los fustes
contra la selva tenebrosa alzados
de donde el miedo viene al alma, pánico!
Junto a un altar de azul, de ola y espuma,
el pensar y la piedra se desposan;
el mármol, que era blanco, es ya blancura.
Alborean columnas por el mundo,
ofreciéndole un orden a la aurora.
No terror, calma pura da este bosque,
de noble savia pórtico.
Vientos y vientos de dos mil otoños
con hojas de esta selva inmarcesible
quisieran aumentar sus hojarascas.
Rectos embisten, curvas les engañan.
Sin botín huyen. ¿Dónde está su fronda?
No pájaros, sus copas, procesiones
de doncellas mantienen en lo alto,
que atraviesan el tiempo, sin moverse.

Este espacio que no era más que espacio
a nadie dedicado, aire en vacío,
la lenta cantería lo redime
piedras poniendo, de oro, sobre piedras,
de aquella indiferencia sin plegaria.
Fiera luz, la del sumo mediodía,
claridad, toda hueca, de tan clara
va aprendiendo, ceñida entre altos muros
mansedumbres, dulzuras; ya es misterio.
Cantan coral callado las ojivas.
Flechas de alba cruzan por los santos
incorpóreos, no hieren, les traen vida
de colores. La noche se la quita.
La bóveda, al cerrarse abre más cielo.
Y en la hermosura vasta de estos límites
siente el alma que nada la termina.

Tierra sin forma, pobre arcilla; ahora
el torno la conduce hasta su auge:
suave concavidad, nido de dioses.
Poseidón, Venus, Iris, sus siluetas
en su seno se posan. A esta crátera
ojos, siempre sedientos, a abrevarse
vienen de agua de mito, inagotable.
Guarda la copa en este fondo oscuro
callado resplandor, eco de Olimpo.
Frágil materia es, mas se acomodan
los dioses, los eternos, en su círculo.

Y así, con lentitud que no descansa,
por las obras del hombre se hace el tiempo
profusión fabulosa. Cuando rueda
el mundo, tesorero, va sumando,
—en cada vuelta gana una hermosura—
a belleza de ayer, belleza inédita.
Sobre sus hombros gráciles las horas
dádivas imprevistas acarrean.
¿Vida? Invención, hallazgo, lo que es
hoy a las cuatro, y a las tres no era.
Gozo de ver que si se marchan unas
trasponiendo la ceja de la tarde,
por el nocturno alcor otras se acercan.
Tiempo, fila de gracias que no cesa.
¡Qué alegría, saber que en cada hora
algo que está viniendo nos espera!
Ninguna ociosa, cada cual su don;
ninguna avara, todo nos lo entregan.
Por las manos que abren somos ricos
y en el regazo, Tierra, de este mundo
dejando van sin pausa
novísimos presentes: diferencias.

¿Flor? Flores. ¡Qué sinfín de flores, flor!
Todo, en lo igual, distinto: primavera.
Cuando se ve la Tierra amanecerse
se siente más feliz. La luz que llega
a estrecharle las obras que este día
la acrece su plural. ¡Es más diversa!

IV

El cero cae sobre ellas.
Ya no las veo, a las muchas,
las bellísimas, deshechas,
en esa desgarradora
unidad que las confunde,
en la nada, en la escombrera.

Por el escombro busco yo a mis muertos;
mas me duele su ser tan invisibles.
Nadie los ve: lo que se ve son formas
truncas; prodigios eran, singulares,
que retornan, vencidos, a su piedra.
Muertos añosos, muertos a lo lejos,
cadáveres perdidos,
en ignorado osario perfecciona
la Tierra, lentamente, su esqueleto.
Su muerte fue hace mucho. Esperanzada
en no morir, su muerte. Ánima dieron
a masas que yacían en canteras.
Muchas piedras llenaron de temblores.
Mineral que camina hacia la imagen,
misteriosa tibieza, ya corriendo
por las vetas del mármol,
cuando, curva tras curva, se le empuja
hacia su más, a ser pecho de ninfa.
Piedra que late así con un latido
de carne que no es suya, entra en el juego
—ruleta son las horas y los días—:
el jugarse a la nada, o a lo eterno
el caudal de sus formas confiado:
el alma de los hombres, sus autores.
Si es su bulto de carne fugitivo,
ella queda detrás, la salvadora
roca, hija de sus manos, fidelísima,
que acepta con marmóreo silencio
augusto compromiso: eternizarlos.
Menos morir, morir así: transbordo
de una carne terrena a bajel pétreo
que zarpa, sin más aire que le impulse
que un soplo, al expirar, último aliento.
Travesía que empieza, rumbo a siempre;
la brújula no sirve, hay otro norte
que no confía a mapas su secreto;
misteriosos pilotos invisibles,
desde tumbas los guían, mareantes
por aguja de fe, según luceros.
Balsa de dioses, ánfora.
Naves de salvación con un polícromo
velamen de vidrieras, y sus cuentos
mármol, que flota porque vista de Venus.
Naos prodigiosas, sin cesar hendiendo
inmóviles, con proas tajadoras
auroras y crepúsculos, espumas
del tumbo de los años; años, olas
por los siglos alzándose y rompiendo.
Peripecia suprema día y noche,
navegar tesonero
empujado por racha que no atregua:
negación del morir, ansia de vida,
dando sus velas, piedras, a los vientos.
Armadas extrañísimas de afanes,
galeras, no de vivos, no de muertos,
tripulaciones de querencias puras,
incansables remeros,
cada cual con su remo, lo que hizo,
soñando en recalar en la celeste
ensenada segura, la que está
detrás, salva, del tiempo.


V

¡Y todos, ahora, todos,
qué naufragio total, en este escombro!
No tibios, no despedazados miembros
me piden compasión, desde la ruina:
de carne antigua voz antigua, oigo.

Desgarrada blancura, torso abierto,
aquí, a mis pies, informe.
Fue ninfa geométrica, columna.
El corazón que acaban de matarle,
Leucipo, pitagórico,
calculador de sueños, arquitecto,
de su pecho lo fue pasando a mármoles.
Y así, edad tras edad, en estas cándidas
hijas de su diseño
su vivir se salvó. Todo invisible,
su pálpito y su fuego.
Y ellas abstractos bultos se fingían,
pura piedra, columnas sin misterio.

Más duelo, más allá: serafín trunco,
ángel a trozos, roto mensajero.
Quebrada en seis pedazos
sonrisa, que anunciaba, por el suelo.
Entre el polvo guedejas
de rubia piedra, pelo tan sedeño
que el sol se lo atusaba a cada aurora
con sus dedos primeros.
Alas yacen usadas a lo altísimo,
en barro acaba su plumaje célico.
(A estas plumas del ángel desalado
encomendó su vuelo
sobre los siglos el hermano Pablo,
dulce monje cantero.)
Sigo escombro adelante, solo, solo.
Hollando voy los restos
de tantas perfecciones abolidas.
Años, siglos, por siglos acudieron
aquí, a posarse en ellas; rezumaban
arcillas o granitos,
linajes de humedad, frescor edénico.
No piso la materia; en su pedriza
piso al mayor dolor, tiempo deshecho.
Tiempo divino que llegó a ser tiempo
poco a poco, mañana tras su aurora,
mediodía camino de su véspero,
estío que se junta con otoño,
primaveras sumadas al invierno.
Años que nada saben de sus números,
llegándose, marchándose sin prisa,
sol que sale, sol puesto,
artificio diario, lenta rueda
que va subiendo al hombre hasta su cielo.
Piso añicos de tiempo.
Camino sobre anhelos hechos trizas,
sobre los días lentos
que le costó al cincel llegar al ángel;
sobre ardorosas noches,
con el ardor ardidas del desvelo
que en la alta madrugada da, por fin,
con el contorno exacto de su empeño...
Hollando voy las horas jubilares:
triunfo, toque final, remate, término
cuando ya, por constancia o por milagro,
obra se acaba que empezó proyecto.
Lo que era suma en un instante es polvo.
¡Qué derroche de siglos, un momento!
No se derrumban piedras, no, ni imágenes;
lo que se viene abajo es esa hueste
de tercos defensores de sus sueños.
Tropa que dio batalla a las milicias
mudas, sin rostro, de la nada; ejército
que matando a un olvido cada día
conquistó lentamente los milenios.
Se abre por fin la tumba a que escaparon;
les llega aquí la muerte de que huyeron.
Ya encontré mi cadáver, el que lloro.
Cadáver de los muertos que vivían
salvados de sus cuerpos pasajeros.
Un gran silencio en el vacío oscuro,
un gran polvo de obras, triste incienso,
canto inaudito, funeral sin nadie.
Yo sólo le recuerdo, al impalpable,
al NO dicho a la muerte, sostenido
contra tiempo y marea: ése es el muerto.
Soy la sombra que busca en la escombrera.
Con sus siete dolores cada una
mil soledades vienen a mi encuentro.
Hay un crucificado que agoniza
en desolado Gólgota de escombros,
de su cruz separado, cara al cielo.
Como no tiene cruz parece un hombre.
Pero aúlla un perro, un infinito perro
—inmenso aullar nocturno ¿desde dónde?—,
voz clamante entre ruinas por su Dueño.



lunes, 10 de julio de 2017

Y nada sino ese precipicio (por Gonzalo Rojas)


Sucio fue el día de la mariposa muerta.
Acerquémonos
a besar la hermosura reventada y sagrada de sus pétalos
que iban volando libres, y esto es decirlo todo, cuando
sopló la Arruga, y nada
sino ese precipicio que de golpe,
y únicamente nada.

Guárdela el pavimento salobre si la puede
guardar, entre el aceite y el aullido
de la rueda mortal.
O esto es un juego
que se parece a otro cuando nos echan tierra.
Porque también la Arruga…

O no la guarde nadie. O no nos guarde
larva, y salgamos dónde por último del miedo:
a ver qué pasa, hermosa.
Tú que aún duermes ahí
en el lujo de tanta belleza, dinos cómo
o por lo menos, cuándo.



domingo, 9 de julio de 2017

El treinta y seis conoce la amargura (por Juan Eduardo Cirlot)



El uno se arrodilla dulcemente,
el dos tiene las trenzas de papel,
el tres llena de plata los triángulos,
el cuatro no solloza,
el cinco no devora el firmamento,
el seis no dice nada a las serpientes,
el siete se recoge en las miradas,
el ocho tiene casas y ciudades,
el nueve canta a veces con voz triste,
el diez abre sus ojos en el mar,
el once sabe música,
el doce alienta lámparas,
el trece vive sólo en los desvanes,
el catorce suplica,
el quince llama y grita,
el dieciséis escucha,
el diecisiete busca,
el dieciocho quema,
el diecinueve sube,
el veinte vuela ardiendo por el aire,
el veintiuno cae,
el veintidós espera,
el veintitrés adora los vestidos,
el veinticuatro sabe matemáticas,
el veinticinco magia,
el veintiséis amor,
el veintisiete guerra,
el veintiocho estrellas,
el veintinueve luna,
el treinta tiene garras de cerezo,
el treinta y uno flota,
el treinta y dos destruye los anillos,
el treinta y tres anula los espacios,
el treinta y cuatro ruge,
el treinta y cinco vive lejos,
el treinta y seis conoce la amargura,
el treinta y siete fulge,
el treinta y ocho baja,
el treinta y nueve quiebra torres,
el cuarenta se expresa,
pero el cuarenta y uno tiene páginas
donde el cuarenta y dos halla su espejo,
donde el cuarenta y tres se desmenuza,
en el cuarenta y cuatro anidan tigres,
en el cuarenta y cinco monumentos,
en el cuarenta y seis hay una espiga,
en el cuarenta y siete distracciones,
detrás vienen cuarenta y ocho pensamientos,
cuarenta y nueve signos,
cincuenta cruces,
cincuenta y una lágrimas,
cincuenta y dos mujeres,
cincuenta y tres desiertos,
cincuenta y cuatro pianos
para cincuenta y cinco partituras,
para cincuenta y seis sonidos,
cincuenta y siete soles,
cincuenta y ocho perlas,
cincuenta y nueve bocas,
sesenta muertes,
sesenta y una llagas,
sesenta y dos pirámides,
sesenta y tres adioses,
sesenta y cuatro diccionarios,
sesenta y cinco sentimientos,
sesenta y seis recuerdos,
sesenta y siete flores.



sábado, 8 de julio de 2017

Ayer (por Ángel González)


Ayer fue miércoles toda la mañana.
Por la tarde cambió:
se puso casi lunes,
la tristeza invadió los corazones
y hubo un claro
movimiento de pánico hacia los
tranvías
que llevan los bañistas hasta el río.

A eso de las siete cruzó el cielo
una lenta avioneta, y ni los niños
la miraron.
Se desató
el frío,
alguien salió a la calle con sombrero,
ayer, y todo el día
fue igual,
ya veis
qué divertido,
ayer y siempre ayer y así hasta ahora,
continuamente andando por las calles
gente desconocida,
o bien dentro de casa merendando
pan y café con leche, ¡qué
alegría!

La noche vino pronto y se encendieron
amarillos y cálidos faroles,
y nadie pudo
impedir que al final amaneciese
el día de hoy,
tan parecido
pero
¡tan diferente en luces y en aroma!

Por eso mismo,
porque es como os digo
dejadme que os hable
de ayer, una vez más
de ayer: el día
incomparable que ya nadie nunca
volverá a ver jamás sobre la tierra.



viernes, 7 de julio de 2017

Zapatos (por Felicitas Casillo)


Para trabajar en el jardín
me calzo unos gruesos zapatos de montaña
que fueron de papá.
Después volveré a las pantallas que nos absorben.
Pero mis pasos sonarán con su andar regio,
sobre la tierra y las hojas,
bajo un sol que nace de lo alto.



jueves, 6 de julio de 2017

Ni siquiera soy polvo (por Jorge Luis Borges)


No quiero ser quien soy. La avara suerte
me ha deparado el siglo diecisiete,
el polvo y la rutina de Castilla,
las cosas repetidas, la mañana
que, prometiendo el hoy, nos da la víspera,
la plática del cura y del barbero,
la soledad que va dejando el tiempo
y una vaga sobrina analfabeta.
Soy hombre entrado en años. Una página
casual me reveló no usadas voces
que me buscaban, Amadís y Urganda.
Vendí mis tierras y compré los libros
que historian cabalmente las empresas:
el Grial, que recogió la sangre humana
que el Hijo derramó para salvarnos,
el ídolo de oro de Mahoma,
los hierros, las almenas, las banderas
y las operaciones de la magia.
Cristianos caballeros recorrían
los reinos de la tierra, vindicando
el honor ultrajado o imponiendo
justicia con los filos de la espada.
Quiera Dios que un enviado restituya
a nuestro tiempo ese ejercicio noble.
Mis sueños lo divisan. Lo he sentido
a veces en mi triste carne célibe.
No sé aún su nombre. Yo, Quijano,
seré ese paladín. Seré mi sueño.
En esta vieja casa hay una adarga
antigua y una hoja de Toledo
y una lanza y los libros verdaderos
que a mi brazo prometen la victoria.
¿A mi brazo? Mi cara (que no he visto)
no proyecta una cara en el espejo.
Ni siquiera soy polvo. Soy un sueño
que entreteje en el sueño y la vigilia
mi hermano y padre, el capitán Cervantes,
que militó en los mares de Lepanto
y supo unos latines y algo de árabe...
Para que yo pueda soñar al otro
cuya verde memoria será parte
de los días del hombre, te suplico:
mi Dios, mi soñador, sigue soñándome.



miércoles, 5 de julio de 2017

Este oficio (por Juan Gelman)



Entre tantos oficios ejerzo éste que no es mío.

Como un amo implacable

me obliga a trabajar de día, de noche,

con dolor, con amor,

bajo la lluvia, en la catástrofe,

cuando se abren los brazos de la ternura o del alma,

cuando la enfermedad hunde las manos.


A este oficio me obligan los dolores ajenos,

las lágrimas, los pañuelos saludadores,

las promesas en medio del otoño o del fuego,

los besos del encuentro, los besos del adiós,

todo me obliga a trabajar con las palabras, con la sangre.


Nunca fui el dueño de mis cenizas, mis versos,

rostros oscuros los escriben como tirar contra la muerte. 




martes, 4 de julio de 2017

Esta cabeza desconocida (por Silvina López)



Lo que un avión permite:
el filo moderado de un cuchillo,
dos o tres formas de acomodar el papel metal
plegado prolijamente o hecho un bollo, las mismas formas
de acomodar el cuerpo en el asiento
ahora que la azafata apaga las luces sin palabras de despedida
como una madre severa o muda,
esta cabeza desconocida no encuentra el lugar
no se entrega al sueño
cae en mi hombro, se levanta
prudente oscilación
del vino en la copa descartable
no cruzamos palabra
pero algo cruza cada tanto
la frontera del apoyabrazos
mi mano que alcanza
la copa a la azafata, o el ritmo de esa respiración
que se agrava, se resigna
se quedó dormido, pienso
pero quién
se quedó dormido
no tiene nombre
se quedó dormido
insisto y mis párpados
se van cerrando
como una madre cierra
lentamente la puerta
hasta escuchar el click
mi cabeza cae, estoy
en el hueco de un hombro.



lunes, 3 de julio de 2017

La inevitable (por Olga Orozco)



Frente al espejo, yo, la inevitable:

nada que agradecer en los últimos años,

nada, ni siquiera la paz con las señales de los renunciamientos,

con su color inmóvil.

Esta piel no registra tampoco el esplendor del paso de los ángeles,

sino sólo aridez, o apenas la escritura desolada del tiempo.

Esta boca no canta.

Ancha boca sellada por el último beso, por el último adiós,

es una larga estría en un mármol de invierno.

Pero ninguna marca delata los abismos

-ah intolerables vértigos, pesadillas como un túnel sin fin-

bajo el sedoso engaño de la frente que apenas si dibuja unas alas en vuelo.

¿Y qué pretenden ver estos ojos que indagan la distancia

hasta donde comienza la región de las brumas,

ciudades congeladas, catedrales de sal y el oro viejo del sol decapitado?

Estos ojos que vienen de muy lejos saben ver más allá,

hasta donde se quiebran las últimas astillas del reflejo.

Entonces apareces, envuelto por el vaho de la más lejanísima frontera,

y te buscas en mí que casi ya no estoy, o apenas si soy yo,

entera todavía,

y los dos resurgimos como desde un Jordán guardado en la memoria.

Los mismos otra vez, otra vez en cualquier lugar del mundo,

a pesar de la noche acumulada en todos los rincones,


los sollozos y el viento.

Pero no; ya no estamos. Fue un temblor, un relámpago, un suspiro,

el tiempo del milagro y la caída.

Se destempló el azogue, se agitaron las aguas y te arrastró el oleaje

más allá de la última frontera, hasta detrás del vidrio.

Imposible pasar.

Aquí, frente al espejo, yo, la inevitable:

una imagen en sombras y toda la soledad multiplicada.



domingo, 2 de julio de 2017

Alguien a quien hemos amado (por Adam Zagajewski)



En verdad nada cambia
en la cotidiana luz del día
cuando un gran poeta nos deja.
En las coronas de los viejos olmos
siguen discutiendo apasionadamente
los grises gorriones y los frágiles estorninos.

Cuando un gran poeta nos deja
la ciudad no se detiene, el metro y los tranvías
continúan buscando el moderno Grial.
En la biblioteca una hermosa muchacha
busca en vano un poema que
le diga la verdad de todo.

A mediodía se produce el mismo bullicio de siempre,
por la noche domina un recogimiento silencioso;
entre las estrellas, una eterna inquietud.
Pronto abrirán las discotecas,
se abrirá la indiferencia
aunque un gran poeta acaba de morir.

Pero cuando nos despedimos de alguien a quien hemos amado
durante largo tiempo o para siempre,
sentimos de pronto que las palabras nos faltan
y que ahora tendremos que hablar nosotros solos;
ya nadie va a hacerlo por nosotros
porque nos ha dejado un gran poeta.



sábado, 1 de julio de 2017

Las pobres cosas (por Rafael Baldaya)




Los humanos se irán y las cosas sencillas

las pobres cosas

serán de nuevo ellas

sólo ellas


El hierro

que no quiso ser espada


ni lanza

ni alambrada de espino

la radiación

que nunca eligió masacrar

el oro

que no sabe de fiebres ni de expolios

volverán a ser cosas

meras cosas


El plomo y el uranio serán otra vez rocas

geológicas piedras subterráneas

no balas

no misiles

no sustancias mortíferas

no arsenales de horror


“No es para eso que existo


Quitad las manos

No ensuciéis mi ser físico

la pura cosidad de mi materia”


Los humanos se irán y en lo profundo

igual que a ras de tierra

los minerales

los objetos

las cosas sin designio ni nombre

recobrarán al fin

su dignidad