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domingo, 5 de enero de 2020

El edificio (por Philip Larkin)


Más alta que el hotel más elegante
la cresta luminosa se divisa desde lejos, pero ved,
alrededor suben y bajan callejuelas
como un gran suspiro del siglo pasado.
Son despreciables los conserjes; los vehículos
que llegan no son taxis; y en el vestíbulo, además
de enredaderas, cuelga un olor amenazante.

Hay novelitas, y té en las muchas tazas,
como en los aeropuertos, pero esos que dóciles ocupan
las hileras de sillas de acero, hojeando revistas ajadas,
no vienen de lejos. Las ropas de salir,
las bolsas de compras medio llenas, las inquietas caras
resignadas parecen de autobús local, si bien
cada tanto aparece una especie de enfermera
para llevarse a alguno: los demás apoyan
la taza en el platito, tosen o buscan en el suelo
un guante o un papel caído. Humanos, sorprendidos
en campo curiosamente neutro, con nombres y hogares
en suspenso repentino; jóvenes algunos,
otros viejos, la mayoría de esa vaga edad que marca
el fin de las opciones, la última esperanza; y todos
vienen a confesar que hay algo que no va bien.

Ha de tratarse de un defecto serio,
pues mirad cuántos pisos exige, a qué altura
está llegando y cuánto dinero se ha invertido
en corregirlo. Fijaos en la hora,
las once y media de un día laborable,
y en estos excluidos de él; mirad, en tanto suben
a los niveles señalados, cómo sus ojos se investigan
mutuamente, imaginando; en el camino alguien
pasa empujado sobre ruedas, en gastadas sábanas de guardia.

También ellos lo ven. Están tranquilos. Descubrir
que comparten algo nuevo los serena,
pues tras las puertas hay habitaciones, y tras éstas otras,
y más habitaciones todavía, cada cual más lejos
y de retorno más difícil, ¿y quién sabe
cuál verá, y cuándo? Por el momento esperan,
la mirada en el patio. Fuera todo es bastante viejo:
ladrillos, caños revestidos, y alguien caminando
hacia el aparcamiento, libre. Más allá del portón,
el tráfico; una iglesia bajo llave; breves calles de terraza
donde juegan niños, y muchachas con peinados
van a las tintorerías... Oh, mundo,

tus amores, tus azares, están fuera del alcance
de las manos que aquí esperan. Irreales, pues,
son un sueño tocante en donde caemos todos con el mismo arrullo,
pero del cual despertamos separados. Vanidad, en él,
e ignorancia protectora se congelan
para acarrear la vida, y sólo se derrumban
cuando nos llaman a un pasillo (pues ahora la enfermera
vuelve a hacer señas...). Cada uno al fin
se levanta y va. Algunos saldrán al mediodía, o a las cuatro.
Otros, sin saberlo, han venido a unirse
a la congregación oculta que en hileras blancas
yace apartada, arriba: mujeres, hombres,
jóvenes, viejos; crudas caras de la única moneda
que se acepta aquí.

Todos saben que morirán.
No aún, tal vez, no aquí, pero algún día
y en un sitio como éste. Tal es el significado
de este peñasco regular; un afán de trascender
la idea de la muerte, pues salvo que su poder supere
al de las catedrales, nada impide
que el ocaso llegue, aunque multitudes lo intenten cada tarde

con débiles, pródigas flores propiciatorias.



1 comentario:

Sandra Gavrilich dijo...


Todo hospital es una isla de enfermos rodeada de sanos por todas partes.