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martes, 2 de marzo de 2010

Treinta y seis años después (por Sáez de Ibarra)

Aquel hombre vio cómo su hijo
cogía una piedra, tomaba impulso, la lanzaba contra un cristal
-que saltó en pedazos- y salía corriendo.

Recordó que, treinta y seis años antes, él había hecho exactamente lo mismo.
Ahora miró al dueño de la tienda
salir a toda prisa, quedarse mirando la calle sin gente,
y cómo lo invadía la desesperación por aquella pérdida.

Veía, por fin, el dolor del hombre al que había humillado
treinta y seis años antes.

Lo vio lamentarse en la misma calle burlona y sucia.
Pensó
¿cuántas veces tiene que repetirse esto?,
¿por qué cada uno de nosotros ha de aprenderlo
todo
de nuevo?

6 comentarios:

Cide Hamete Benengeli dijo...

Amor me pedía
como un pordiosero,
Y yo le clavaba
sin ver que sufría
cuchillos de acero.

tERESA pANZA dijo...

Es bestia quien va al infierno por dejar rico a su yerno.

hAiKu dijo...


¿Dónde irás,
dónde huirás que a ti mismo
no te alcances?

(CUQUI COVALEDA)

tERESA pANZA dijo...

No hay muerto malo ni novia fea.

Cide Hamete Benengeli dijo...


A esos ojillos negros
échales llave,
que me matas con ellos
cuando los abres.

Pentapolín del Arremangado Brazo dijo...

Cuando el ritmo de aquel tango
les marcó un compás de espera
como sierpes animadas
por un vaho de pasión,
se anudaron y eran gajo
de una extraña enredadera
florecida entre la lluvia
de los bichos del salón.
Áura m’hija, aulló el compadre
y la fosca compañera
ofreció la desvergüenza
de su cálido impudor
azotando con sus carnes
como lenguas de una hoguera
las vibrátiles entrañas
de aquel chusma del amor.
Persistieron en un giro
desbarraron los violines
y la flauta dijo notas
que jamás nadie escribió,
pero iban suavemente
al compás los bailarines
y despacio, sin saberlo
la pareja se besó.