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miércoles, 9 de agosto de 2017

Igual que acercamos el relámpago (por Emily Dickinson)




Di toda la verdad, pero entre líneas

la clave está en el circunloquio

pues no soportaría nuestro débil deleite

su brillante y soberbia aparición

igual que acercamos el relámpago

a los niños, con amables respuestas,

la verdad debe deslumbrar pausadamente

o no habrá hombre que no quede ciego


3 comentarios:

Pablo M dijo...

La verdad entera no cabe en nuestras mentes.

casa de citas dijo...

Nadie es constantemente el mismo.

(SÉNECA)

F. (with love) dijo...

CAXIAS


Catorce años escribiendo cada mañana un reglón de despedida: “Señor juez, que nadie culpe...”, así estrenaba yo el cuaderno de tapas de hule negro, el primer día que había decidido suicidarme. Así durante catorce años... Se comprenderá que la escueta carta se hubiese convertido en un volumen de más de cinco mil líneas.
Siempre consignaba un agravio, una decepción, una desgracia y cada día quedaba, en apariencia, todo concluido y rematado para que llevara a cabo el propósito inicial: suicidarme. Pero a la mañana siguiente, nada más llegar a la oficina, volvía a abrir el cuaderno y escribía un nuevo renglón acusatorio o un inventario de desdichas. Y siempre oculto en el venero subterráneo de mi conciencia, el móvil de aquella decisión: el desdén de Ofelia, la insignificancia de mi persona para Ofelia.
Aquella vez que hube de salir para la aduana, como por descuido, fingí que olvidaba el cuaderno sobre un pupitre de la oficina, a unos pasos de la mesa de ella. Allí permaneció el resto de la jornada. Cuando por fin lo recogí, nada hacía pensar que Ofelia ni nadie hubiesen curioseado en él: el trocito de papel manila que había dejado como testigo estaba intacto.
Toda la plétora de amarga decepción se desbordó y hube de salir hasta el Nikola a tomar un aguardiente.
No volví a escribir el renglón, pese a que catorce años de rutina lo habían convertido en una necesidad arraigada en mí como un ritual. No. Lo vi claro: si me suicidaba no estaría presente para ver si aquel desplante mío iba a conmover el corazón de piedra de Ofeliña.
Y, como una revelación, comprendí que para aventar aquella negrura, aquella zozobra impenitente, aquel rencor, la angustia..., tenía que matar a Ofelia. Lo hice.
Ahora, escribo esto desde la cárcel de Caxias, mientras oigo la sirena del paquebote que suelta amarras en los Cais do Sodré y zarpa hacia Madeira.