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jueves, 8 de octubre de 2020

Manadas (por Robert Rivas)


No, otra vez no cabía error alguno: se escuchaban claramente los bufidos. El pequeño pasillo, si se ubicaba uno convenientemente, nos permitía empezar a verlos: eran todos ejemplares grandes y se movían como empujados desde atrás por una fuerza cuyo origen quedaba fuera de nuestro campo visual, que iba de derecha a izquierda del pasillo. Búfalos, mayormente. Tal vez eran bisontes. Cualquier mayoría automáticamente cansa un poco. Pero había también un toro negro, y alcancé a ver la cornamenta de un reno, que parecía, dentro de la relativa lentitud apareada con desenfreno con que se movía esta tropa venida de quién sabe dónde, el más asustado de todos; aunque entre las bestias no se distinguía ningún caballo, se observaban en cambio algunos ejemplares robustos de tapir y estoy casi seguro de que eso otro que avanzaba por el medio era un hipopótamo de piel húmeda, además de un terrible rinoceronte de piel escamosa y tan seca, como si nunca hubiese estado en contacto siquiera con el agua de la lluvia. Todos los animales emitían fortísimos sonidos, que se confundían entre sí, gruñidos, rugidos guturales, bufidos sobre todo; como si el apuro que movía la corriente de derecha a izquierda por momentos se hiciera más intensa y este verdadero vendaval de bestias no terminaba de pasar, a pesar de que el lugar -lo conozco bien de día- es bastante angosto; retumban sus patas como un galope espantoso, o al menos espantado, pero ya dije que se veían moverse de forma lenta, por la falta de espacio, intercambiando, eso sí, sus posiciones en la manada, y en un momento vi caer a uno de los animales, con el consiguiente revuelo de enormes e incómodos cuerpos alrededor.

Me di cuenta entonces de que en la mayoría de los casos estos animales debían luchar toda la vida con esos cuerpos inadecuados, demasiado determinados y determinantes, sea en lo húmedo o en lo seco, en la marcha o en la quietud, en los momentos de paz o en los momentos de guerra, en los días de andar simplemente por ahí y en los días de su muerte. Y eso volvía a aprender cada noche, cuando empezaban los bufidos, los gruñidos, los olores inconfundibles del regreso de la manada, aunque me siento capaz de asegurar que nunca se trataba de las mismas especies, ni de los mismos ejemplares.



2 comentarios:

cajón desastre dijo...


La gente está llena de sorpresas, incluso para sí misma, cuando está conmovida.

–Nadie puede quedarse en el Jardín del Edén –dijo Jacques–. Y añadió. –Me pregunto por qué.

No contesté. Me despedí y lo dejé.

Desde entonces he pensado en la pregunta de Jacques. La pregunta es banal, pero una de las dificultades de vivir es que vivir es banal. Finalmente todos seguimos el mismo camino oscuro –y el camino trampea y es más oscuro y traicionero cuando parece más brillante… y lo cierto es que nadie se queda en el Jardín del Edén.

Tal vez todos tenemos un Jardín del Edén; pero apenas hemos contemplado el jardín cuando percibimos la espada llameante.

(JAMES BALDWIN)

Anónimo dijo...

Estupendo poema .