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viernes, 4 de diciembre de 2020

Abedules (por Robert Frost)

 

Cuando veo abedules oscilar a derecha

y a izquierda, ante una hilera de árboles más oscuros,

me complace pensar que un muchacho los mece.

Pero no es un muchacho quien los deja curvados,

sino las tempestades. A menudo hemos visto

los árboles cargados de hielo, en claros días

invernales, después de un aguacero.

Cuando sopla la brisa se les oye crujir,

se vuelven irisados cuando se resquebraja

su corteza esmaltada. Pronto el sol les arranca

sus conchas cristalinas, que mezcla con la nieve…

Esas pilas de conchas esparcidas se diría 

que son la rota cúpula interior de los cielos.

La carga los doblega hacia los mustios

matorrales cercanos, pero nunca se quiebran,

aunque jamás podrán enderezarse solos:

durante muchos años las ramas de sus troncos

curvadas barrerán con sus hojas el suelo,

igual que arrodilladas doncellas con los sueltos

cabellos hacia atrás y secándose al sol.

Pero cuando la Verdad se me interpuso

en la forma de un hecho como la tempestad,

iba a decir que quizás un muchacho,

yendo a buscar las vacas, inclinaba los árboles…

Un muchacho que por vivir lejos del pueblo

sólo sabe jugar, en invierno o en verano,

a juegos que ha inventado para jugar él solo.

Ha domado los árboles de su padre uno a uno

pasando por encima de ellos tan a menudo

que nada les dejó de su esbeltez.

A todos doblegó; no dejó ni uno solo

sin conquistar. Aprendió la manera

de no saltar de un árbol sin haber conseguido

doblarlo contra el suelo. Conservó el equilibrio

hasta llegar arriba, trepando con cuidado,

con la misma destreza que uno emplea al llenar

la copa hasta el borde, y aun arriba del borde.

De un empujón entonces disparaba los pies

hacia fuera y saltaba del aire hasta la tierra.


Yo fui también, antaño, un columpiador de árboles;

muy a menudo sueño en que volveré a serlo,

cuando me hallo cansado de mis meditaciones,

y la vida parece un bosque sin caminos

donde, al vagar por él, sentimos en la cara

ardiente el cosquilleo de telarañas rotas 

y un ojo lagrimea a causa de una brizna,

y quisiera alejarme de la tierra algún tiempo,

para luego volver y empezar otra vez.

Que jamás el destino, comprendiéndome mal,

me otorgue la mitad de lo que anhelo

y me niegue el regreso. Nada hay, para el amor,

como la tierra; ignoro si existe mejor sitio.

Quisiera encaramarme a un abedul, trepar,

por las ramas oscuras del tronco blanquecino 

y subir hacia el cielo, hasta que el abedul,

doblándose vencido, me devolviera al suelo.

Subir y regresar sería muy hermoso.

Pues hay cosas peores en la vida que ser

un columpiador de árboles. 


2 comentarios:

Anónimo dijo...

La percepción de la realidad es más fuerte que la realidad.

Isidoro Capdepón dijo...


Pero qué van a ser nuestras vidas los ríos

sino unos cuantos peces

barbos

salmones

truchas

que en el cauce se cruzan

que nos pasan rozando y nos hacen cosquillas

con su aleteo