viernes, 7 de noviembre de 2014
El álbum (por Philip Larkin)
Al fin sacaste el álbum que, una vez
abierto, me dejó estupefacto. ¡Todas tus edades
en mate y brillo sobre las páginas negras!
Demasiado dulce, demasiado indigesto:
me ahogan esas imágenes tan nutritivas.
Mi ojo giratorio va de una pose a otra:
con trenzas, agarrando un gato reacio;
o con pieles, una encantadora licenciada;
o levantando una gruesa rosa
bajo un espaldar, con un sombrero de hombre
(un detalle perturbador, por varios motivos):
de todos lados escapas a mi control,
sobre todo acompañada de esos inquietantes individuos
que campan a sus anchas en una época anterior:
yo diría, querida, que no son de tu clase.
Pero ¡oh, fotografía! ¡No hay otro arte
tan fiel y decepcionante! Registra el tedio
como tedio, y las sonrisas forzadas
como fraudes, y no censura imperfecciones
en forma de tendedero o algún anuncio.
Pero muestra renuente al gato, y sombrea
la papada cuando aparece, ¡cuánta gracia
derrama en tu cara la inocencia!
¡Hasta qué punto nos convence
de que eres una chica real en un lugar real,
en todos los sentidos empíricamente cierta!
¿O es solo el pasado? Esas flores, esa verja,
esos parques y coches entre la niebla, afligen
tan solo porque ya no existen; me encoges
el corazón por parecer de otra época.
Sí, cierto; pero al final, seguramente, lloramos
no solo por la exclusión, sino porque eso
nos permite llorar. Sabemos que lo que fue
no nos incitará a justificar
nuestra pena, por fuerte que gritemos
en el abismo entre ojo y página. Y así
te lloro (sin que vaya a tener importancia)
al verte en equilibrio sobre una bici contra una cerca;
me pregunto si advertirías el robo
de ésta en bañador; condenso, en suma,
un pasado que ahora nadie puede compartir,
tanto da a quien pertenezca tu futuro; calmo e insípido,
te contiene como un cielo, y tú permaneces
en él invariablemente hermosa,
con los años más pequeña y mas nítida.
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2 comentarios:
Infatigable,
sin flato ni sudor,
el tiempo corre.
(CUQUI COVALEDA)
Cuando Dios le entrega a alguien un don, también le da un látigo; y el látigo es sólo para autoflagelarse. Al principio fue muy divertido. Dejó de serlo cuando averigüé la diferencia entre escribir bien y mal. Y luego hice otro descubrimiento más alarmante todavía: la diferencia entre escribir bien y el arte verdadero es sutil, pero brutal.
(CAPOTE)
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