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lunes, 24 de noviembre de 2014

Dos trenes que se cruzan (por Álvaro Valverde)


Imagina dos trenes
rodando en la alta noche,
que se cruzan de golpe
camino cada cual de su destino.

En cualquier parte,
en medio de un empalme en ningún sitio,
por vías oxidadas, los vagones,
de pronto, se detienen.

Miras por el cristal y allí,
en lo negro,
se ilumina una cara justo enfrente.

De momento has pensado que es la tuya
reflejando tu insomnio y tu cansancio.
Es una sensación. Dura un instante.

Te fijas con cuidado en la ventana
y el rostro que se enciende al otro lado
es, sin duda, de otro.
De una oscura mujer, para más señas.
Es hermosa, te dices, mientras miras
sus ojos en los tuyos duplicados.

La escena es momentánea.
Tras un ruido metálico
y muy seco, el movimiento
empieza a separaros para siempre.

Ninguno de los dos hacéis ya nada
que impida lo que es inevitable.

Con el ruido del tren y el traqueteo
supones que pensabais en lo mismo:
que fue un vano espejismo,
que fue un sueño.


5 comentarios:

Cide Hamete Benengeli dijo...


Sólo los peces muertos nadan a favor de la corriente.

(proverbio chino)

casa de citas dijo...


Creen los países pobres que los países ricos hacen ciencia porque son ricos, pero los países ricos saben que, si son ricos, es precisamente porque hacen ciencia.

(WAGENSBERG)

Lloviendo amares dijo...

Celebro lo perdido, y por perdido doy cuanto gano,
y en la eterna batalla que es mi vida,
soy un rey vencido, y mis soldados soy caídos en combate.
Y aunque luché incansable desde el alba al ocaso,
mi reino no es mayor que esta pequeña piedra.

(YEATS)

TóTUM REVOLúTUM dijo...


Nos falta mucha, mucha, mucha piedad: también piedad hacia nosotros mismos.

(RIECHMANN)

Lloviendo amares dijo...

Se ha declamado mucho contra el positivismo de las ciudades, plaga que entre las galas y el esplendor de la cultura, corroe los cimientos morales de la sociedad; pero hay una plaga más terrible, y es el positivismo de las aldeas, que petrifica millones de seres, matando en ellos toda ambición noble y encerrándoles en el círculo de una existencia mecánica, brutal y tenebrosa. Hay en nuestras sociedades enemigos muy espantosos, a saber: la especulación, el agio, la metalización del hombre culto, el negocio; pero sobre éstos descuella un monstruo que a la callada destroza más que ninguno: es la codicia del aldeano. Para el aldeano codicioso no hay ley moral, ni religión, ni nociones claras del bien; todo esto se resuelve en su alma con supersticiones y cálculos groseros, formando un todo inexplicable. Bajo el hipócrita candor, se esconde una aritmética parda que supera en agudeza y perspicacia a cuanto idearon los matemáticos más expertos. Un aldeano que toma el gusto a los ochavos y sueña con trocarlos en plata para convertir después la plata en oro, es la bestia más innoble que puede imaginarse; porque tiene todas las malicias y sutilezas del hombre y una sequedad de sentimientos que espanta. Su alma se va condensando, hasta no ser más que un graduador de cantidades. La ignorancia, la rusticidad, la miseria en el vivir completan esta abominable pieza, quitándole todos los medios de disimular su descarnado interior. Contando por los dedos, es capaz de reducir a números todo el orden moral, la conciencia y el alma toda.

(GALDÓS, Marianela)