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sábado, 22 de noviembre de 2014

Yo, el perro (por Wislawa Szymborska)


Hay perros de perros. Yo era uno de los elegidos.

Mis papeles estaban en regla y por mis venas corría

sangre de lobos.

Vivía en las alturas y aspiraba el olor de los paisajes:

praderas asoleadas, abetos después de la lluvia

y pedazos de tierra bajo la nieve.


Tenía una casa decente y había gente pendiente de mí.

Me alimentaban, me bañaban, me acicalaban,

y daba estupendos paseos.

Respetuosamente, sin embargo, como debe ser.

Todos sabían muy bien de quién era perro yo.


Hasta el más pinche gozque puede tener un amo.

Pero, ojo, cuidado con las comparaciones.

Mi amo era de raza aparte.

La espléndida manada seguía cada paso que daba

y fijaba en él los ojos con asombrado pavor.


Para mí siempre esbozaban una sonrisa

tras la cual se vislumbraba una envidia mal disimulada.

Como yo era el único que podía

saludarlo con ágiles brinquitos,

sólo yo podía despedirlo mordiéndole los pantalones.

Sólo a mí me estaba permitido

recibir caricias y reburujes

cuando tenía mi cabeza en su canto.

Yo era el único que podía fingir sueño

mientras él se inclinaba hacia mí para susurrarme algo.


Con frecuencia se encolerizaba y trataba a la gente a

gritos.

Gruñía, ladraba y no cabía

entre las paredes del recinto.

Sospecho que yo era el único que de verdad le gustaba;

nadie más, nunca.


También tenía mis responsabilidades: esperaba

y confiaba

ya que él aparecía brevemente y luego se esfumaba.

Qué hacía allá abajo en las llanuras, no lo sé.

Supuse, sí, que debía de ser urgente,

casi tan urgente

como mi batalla contra los gatos

y contra cualquier cosa que se moviera sin razón

aparente.


Hay destinos de destinos. El mío cambió de repente.

Vino una primavera

y él ya no estaba.

En casa todo se puso patas arriba.

Maletas, cofres, baúles embutidos en automóviles.

Las llantas chirriando a toda velocidad cuesta abajo

y, luego, silencio tras la curva.


En la terraza trozos y escombros en llamas,

camisas pardas, brazaletes con emblemas negros,

y toneladas y toneladas de cartones machacados

desbordantes de estandartes inútiles.


Me vi a la deriva en medio de esta vorágine,

más asombrado que irritado.

Sentí miradas poco amigables sobre mi pelambre,

como si fuera un perro sin amo,

un gozque fisgón

al que espantan escaleras abajo con una escoba.


Alguien arrancó mi collar con adornos de plata,

alguien pateó mi plato, vacío durante días.

Luego alguien más, antes de alejarse,

se bajó del coche

y me pegó un par de tiros.


Ni siquiera sabía disparar derecho,

pues me vi moribundo durante largo tiempo,

en medio del dolor,

a merced del zumbido impertinente de las moscas.

Yo, el perro de mi amo.

4 comentarios:

Cide Hamete Benengeli dijo...


Cinco sentidos tenemos,
los cinco necesitamos;
pero los cinco perdemos
cuando nos enamoramos.

casa de citas dijo...


Nunca hay que pactar con el error, aun cuando apareciese sostenido por textos sagrados.

(GANDHI)

Cide Hamete Benengeli dijo...

Yo entré en una huerta un día

a comerme una manzana

y me pilló el hortelano

comiéndome a la hortelana.



cajón desastre dijo...

Uno de los signos que más acusan cambio de clima espiritual es la constante degradación de lo cómico y su concomitante embrutecimiento de la risa. La verdad es que nunca ha habido en el mundo, como hay en nuestros días, tantas gentes que parezcan rebuznar cuando ríen.



(MACHADO)