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domingo, 17 de noviembre de 2013

Mi corazón es un planeta exhausto (por Martín López-Vega)


El mundo, lo sabes, es cada vez más una procesión
de híbridos de muertos y sus fantasmas.
Esta mañana al ver esa pequeña escultura
de la mujer que mira la puesta de sol
(en realidad, un pedazo de madera
mal pintado de amarillo) eras tú de nuevo
quien estaba allí, aquí. Si no le das a tu vida
la pendiente adecuada, decías,
no hay agua que no se estanque.

Sístole y diástole, rotación y traslación:
mi corazón es un planeta exhausto.

No viajo ya por huir de nada ni de mí,
tan sólo para poder así verme desde lejos.
Esta mañana, al mirarme en el espejo
del baño, no me reconocí:
no era un rostro lo que había al otro lado,
sino un paisaje equivocado, como si al salir
de un largo túnel me asomase por fin a la luz
y el lugar no fuese el esperado
e ignorase si tengo tiempo aún para volver
sobre mis pasos y reemprender el camino que buscaba.
En los restos de vaho intento dibujarme.
Un monigote, un pelele sin gesto,
otra cosa no consigo de mí si soy yo quien me dibujo.

Al fin y al cabo, lo trágico sigue siendo lo trágico,
por muy rotos que estén tu Yo y mi Tú.
Tú tienes tu carga y yo tengo mi carga.
¿Por qué nos encontramos hoy en medio
del mercado? ¿Si llevamos tanto tiempo juntos,
por qué ahora? ¿Qué has venido a decirme
o a que te diga? ¿Eres tú la sombra que carga
con mi cadáver o la sombra soy yo?

Cuando era niño, en las manchas de las paredes
veía mapas de islas a las que alguna vez iría:
ahora en cambio reconozco cicatrices
de heridas que ya tuve. Deberíamos
vivir como árboles y, al final,
lo que hacemos con nuestra existencia es
construir una estatua: llegado un momento
nos congelamos en un gesto, y en él nos quedamos
ya de por vida. Nunca como niños
corriendo cuesta abajo.

Hay por todas partes luces de colores y la cerveza es mala,
pero no hay una mujer que no sea hermosa.
Querrías acercarte a una, a cualquiera, pero pesa demasiado
el cadáver que arrastras. Le darías la mano, pero ninguna
de las dos tienes libre; hablarías con ella, pero tú
ya sólo hablas con los muertos. La besarías, pero tus besos
quién te asegura que no sepan a cadáver.

¿Qué hacer cuando alrededor la belleza
abunda de esta manera, y uno no encuentra
lugar en que enterrar a sus muertos en paz
y empezar de una vez la vida nueva?

Ya es de noche, Antígona, desde la ventana
puedo ver los raíles del tranvía y a los jóvenes
que siguen bebiendo en los bares cercanos.
No importa quién seas tú ni quién yo sea.
Salgamos juntos a enterrar a nuestros muertos.
Mañana será domingo, el reloj dará horas que no importen
y el sol de mediodía querrá penetrar
en nosotros a la fuerza, ojos adentro.

1 comentario:

Cide Hamete Benengeli dijo...


Al promediar la tarde de aquel día,
cuando iba mi habitual adiós a darte,
fue una vaga congoja de dejarte
lo que me hizo saber que te quería.