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domingo, 21 de junio de 2020

Far West (por Maribel Andrés Llamero)


Esta planicie sigue siendo el oeste
y en mí siempre cupo el espanto
de los grandes desiertos,
de la soledad de la encina de Castilla.
Jamás laberinto más terrible
que aquel que no conoce muros.

La noche se cierne aquí sobre nosotros
de una sola vez y por entero
y cuando el sol te inunda
—qué hacer si te calcina—
nadie se puede guardar.

Abandonados somos a la llanura.


1 comentario:

Lloviendo amares dijo...

Como nunca he descubierto en mí cualidades que atrajesen a nadie, nunca he podido creer que alguien se sintiese atraído por mí. La opinión sería de una modestia estulta, si hechos sobre hechos ―esos inesperados hechos que yo esperaba― no viniesen a confirmarla siempre.

No puedo concebir que me estimen por compasión, porque, aunque sea físicamente desmañado e inaceptable, no tengo ese grado de encogimiento orgánico con que entrar en la órbita de la compasión ajena, ni tampoco esa simpatía que la atrae cuando no es patentemente merecida; y para lo que en mí merece piedad, no puede haberla, porque nunca hay piedad para los lisiados del espíritu. De modo que he caído en ese centro de gravedad del desdén ajeno en el que no me inclino hacia la simpatía de nadie.

Toda mi vida ha sido querer adaptarme a esto sin sentir en exceso su crudeza y su abyección. Es necesario cierto coraje intelectual para que un individuo reconozca valerosamente que no pasa de ser un harapo humano, aborto superviviente, loco todavía fuera de las fronteras de la internabilidad; pero es preciso todavía más valor de espíritu para, reconocido esto, crear una adaptación perfecta a su destino, aceptar sin rebeldía, sin resignación, sin gesto alguno, o esbozo de gesto, la maldición orgánica que me ha impuesto la Naturaleza. Querer que no sufra con esto es querer demasiado, porque no cabe en el ser humano el aceptar el mal, viéndolo bien, y llamarle bien; y, aceptándolo como mal, no es posible no sufrir con él.

Concebir desde fuera ha sido mi desgracia: la desgracia para mi felicidad. Me he visto como me ven los demás, y he pasado a despreciarme, no tanto porque reconociese en mí un orden tal de cualidades que mereciese desprecio por ellas, sino porque he pasado a verme como me ven los demás y he sentido un desprecio cualquiera que ellos sienten por mí. He sufrido la humillación de conocerme. Como este calvario no tiene nobleza, ni resurrección unos días después, no he podido sino sufrir con la innobleza de esto.

He comprendido que le era imposible a nadie amarme, a no ser que le faltase del todo el sentido estético; y, entonces, yo le despreciaría por ello; y que incluso simpatizar conmigo no podía pasar de ser un capricho de la indiferencia ajena.

¡Ver claro en nosotros y en cómo nos ven los demás! ¡Ver esta verdad frente a frente! Y, al final, el grito de Cristo en el Calvario, cuando vio, frente a frente, su verdad: Señor, Señor, ¿por qué me has abandonado?

(PESSOA)