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sábado, 9 de febrero de 2019

Desde las nueve (por Konstantino Kavafis)


Doce y media. Rápidamente el tiempo
pasó desde las nueve, cuando encendí mi lámpara
y me senté aquí. Estoy sentado
sin hablar o leer. ¿A quién podría hablar
en la casa desierta?

La imagen de mi cuerpo joven,
cuando encendí mi lámpara a las nueve,
vino a mi encuentro despertando
un perfume de cámaras cerradas
y pasado placer. ¡Qué audaz placer!
También trajo a mis ojos
calles ahora no reconocibles,
lugares de otro tiempo donde la vida ardió,
viejos teatros o cafés difuntos.

La imagen de mi cuerpo joven vino
y me trajo también memorias tristes:
las penas familiares, los adioses,
los sentimientos de los míos,
los sentimientos de los muertos
apenas atendidos.

Doce y media. Cómo pasan las horas.
Doce y media. Cómo pasan los años.



6 comentarios:

Agridulce dijo...


Que la vida se nos va
como el humo de ese tren,
como un beso en un portal,
antes de que cuente diez...

casa de citas dijo...

No hay poeta que sea voz total del querer, del odiar, de la muerte o del desesperar. Es decir, los grandes versos de la humanidad no han sido aún escritos. Esa es imperfección de que debe alegrarse nuestra esperanza.

(BORGES)

Alifanfarón de la Trapobana dijo...

Un acero entró en el pecho:
ni se le movió la cara.
Alejo Albornoz murió
como si no le importara.

Isidoro Capdepón dijo...

VARGAS LLOSA escribió esto sobre Kavafis:



Nació, vivió y murió en Alejandría
y allí trabajó treinta y tres años
–los tres primeros de meritorio, sin sueldo–
en una oscura repartición
denominada Dirección de Aguas.

Egipto era entonces –fines del
diecinueve y comienzos del veinte–
una semi colonia británica
y Alejandría una ciudad pequeña,
fiel a su tradición,
profundamente corrompida.

Pertenecía a la minoría griega
–banqueros, mercaderes,
prestamistas, marineros, taberneros y
mafiosos– y hablaba, además del griego materno,
inglés, italiano y francés. Chapurreaba
el árabe coloquial, no así el clásico.

Pequeño y esmirriado, llevaba siempre
cuello duro, corbata, chaleco,
puños falsos, gemelos, reloj de leontina
y ocultaba sus ojos bizcos detrás de unos
anteojos con montura de carey.

De ocho de la mañana a una y media
de la tarde sus días eran
papeles, sellos, firmas,
formas, informes y ordenanzas,
anaqueles polvorientos, pilas de archivos,
legajos roídos por la polilla,
tacitas de café turco
con sabor a tierra y ojeadas
en el diario a las «Apuestas hípicas».
Y, después del almuerzo, la siesta
de sueños lascivos,
las ventanas abiertas al aire salado y
los rumores del Mediterráneo.

Consagraba sus noches a la mugre y
la concupiscencia. Fantasma, sombra,
ladrón, abandonaba el barrio
de griegos e italianos y como un
espeleólogo en la caverna de Polifemo
descendía a los antros de Attarine.
Allí nadie lo conocía por su nombre.
Los rufiancillos árabes cuyos favores
contrataba lo llamaban
Monsieur el Lengüetero o Madame Chuchú.

En el frío del alba,
emergía de aquellas expediciones
apestando a semen y alcohol,
rasguñando, mordido, robado, la boca
llena de saliva ajena, contagiado de
piojos, ladillas y alguna que otra purgación.
Sus promesas de enmienda
duraban lo que dura
la luz del mediodía.

Su verdadera vida no era la
de burócrata, ni la de putañero,
sino la de los poemas que escribía
con su letra menuda en agendas
de funcionario y
publicaba en hojas volanderas
(cincuenta copias cada vez)

Estoicos y epicúreos, amasados con hielo y fuego sus
poemas reconstruían, inyectado
de fantasía y orden,
el pasado de la ciudad
cuando en sus calles
los hijos de Cleopatra correteaban
entre filósofos peripatéticos,
gramáticos, hetairas,
mercenarios y adivinos y
ascendían por el cielo las nubecillas
del incienso y la mirra de
los templos en pos de
la benevolencia de los dioses.

Las palabras le obedecían:
se amansaban o encabritaban,
se arrodillaban, saltaban, volantineaban
y cruzaban la cuerda floja
en puntas de pie. Mientras escribía y corregía
sus versos era un mago, un prestidigitador, un mitólogo,
un historiador, un taumaturgo,
un ángel, un demonio y un juglar.

Todo era bello en sus poemas,
empezando por la fealdad. Inteligentes,
la estulticia y la imbecilidad. Y,
buenos, generosos, limpios, decentes,
altruistas y elegantes, el dolo
la vileza, la codicia, la envidia, el estupro y
la maldad. Su poesía volvía el mundo
apetecible y la vida vivible.

Murió septuagenario y entero
a pesar de los excesos,
sin sospechar que su poesía,
traducida a todos los idiomas,
asombraría al mundo. Y que dirían:
«El alejandrino devolvió a la lengua griega
la potencia, la gracia y la sabiduría
que tuvo en aquella edad clásica
que tanto amó».

cajón desastre dijo...

Recordé el templo abandonado:
la campana de hierro en parte consumida por las llamas,
los restos absorbidos por la tierra
Recordé recordar, para ser más preciso
(tratando de precisar)
La foto, en cambio, tiene la memoria intacta
la foto no es un recuerdo de un recuerdo
es un recuerdo puro
Siempre se la relaciona con la muerte
Y sin embargo, muchas veces tiendo a creer que lo
que llamamos existir -siempre recuerdo que la palabra
está hecha de dos partes, la raíz o lexema, y la parte variable
o morfema : ex y sistir - es una suerte de confusión
avalada por la experiencia. Estamos seguros de existir tan
sólo en este momento, el que hemos llamado 'presente'.
Este sistir lo reencontramos en insistir, en resistir,
en subsistir y en varios otros términos que, como se ve
a simple vista, sugieren cosas parecidas
Dije 'como se ve', y presente, que en latín es praeesse,
significa: estar delante y a la vista.
"¿Por qué las palabras son tan duras y no puedo hablar
(o escribir) tal como siento, como siento sintiendo, como
siento que voy sintiendo?"

Por otro lado, hay cierta insistencia en que sólo existe el
presente.
'El presente es todo lo que tenemos.' Falta el imperativo
que suele rematar esa certidumbre: "disfrútalo".

Pero en una de esas sólo existimos en el recuerdo
en el templo de la memoria
El otro existe ahí, más allá de que su cuerpo vivo (o muerto)
sostiene esa existencia desde algún otro lado. ¿No sería la existencia,
entonces, un recuerdo falso? Cuando digo recuerdo, o
memoria, estoy queriendo decir las imágenes, las formas y sensaciones
y sentimientos y emociones que nos despiertan esas imágenes.
Es necesario que haya o haya habido un cuerpo
para que puedan existir esas imágenes. Pero después el devenir,
las circunstancias, las connotaciones y las resonancias de ese cuerpo
constituyen, creo, lo que llamamos la existencia.
En ciertos lugares de la antigüedad -me refiero al Medio Oriente
en el que surgieron las primeras grandes civilizaciones,
como Sumeria, Asiria, Babilonia, el mayor castigo social -ante una falta grave-
era el exilio permanente.
El sujeto expulsado pasaba de existir en, por ejemplo Sumeria,
a no existir en, digamos, Asiria.
En este nuevo lugar nadie registraba su existencia.
No se le dirigían ni la palabra, ni la mirada.
El sujeto dejaba de serlo, por supuesto. ¿En qué se convertía?
Existimos en la mirada-memoria del Otro.
En cuanto a nuestros propios recuerdos intransferibles, que no podemos legar,
¿no son nuestra verdadera existencia 'propia'?
¿No es morir el perder esa memoria de nosotros mismos?
Creo que no podríamos existir como sujetos
si no fuésemos nuestro propio Otro:
el que 'vivió' algo y el que lo recuerda.
"Ya muchos dicen que vivir es acordarse de haber visto",
dice el fantasmal Antimero.
El templo de la memoria abandonada vendría a ser el trabajo
de la muerte.
La muerte como borramiento.
La muerte se dedica a hacer dejar de existir.
Muchas veces le lleva tiempo, porque seguimos
existiendo en Otros (lo pongo con mayúsculas por la misma razón
que se diferencia en psicoanálisis el otro de Otro,
también llamado "Gran Otro":
el señor que pasa por la esquina es el otro;
las personas con las que he formado un vínculo cercano
son lo que acá llamo 'el Otro').
¿Cuánto: 2, 3 generaciones?
No sé nada acerca de mis bisabuelos. Muy poco acerca de mis abuelos,
casi nada de sus experiencias íntimas. (Sus vergüenzas,
sus deseos ocultos, sus remordimientos secretos.)
Muerte podría equivaler a "total olvido".
El amor y el arte me parecen nuestros recursos para retrasar el olvido definitivo.


-sigue-

cajón desastre dijo...

(También se me ocurre ahora una broma del destino, hecha a propósito,
para mantener la incertidumbre de lo incierto por naturaleza:
un hombre que no conozco, pero con el que me crucé un día,
ya muy anciano, cuando no reconoce ni a su mujer ni a sus hijos y nietos,
que no recuerda los nombres de nadie,
recuerda un día ese momento en el que nos cruzamos.
Ve con claridad sorprendente mi rostro de ese momento,
y es la última persona de este mundo que me recuerda.)

Al mirar la foto, veo detalles que seguramente se me pasaron
por alto cuando vi esa campana quemada y abandonada en los
restos del templo.
Una forma de estar vivos es tener los sentidos encendidos.
Esta música, esas hojas, el detalle de las cosas. El momento.
El presente puro que la muerte no puede tocar,
ni necesita hacerlo.
Todo lo que no vemos, no apreciamos, no sentimos,
no recordamos, es la muerte. Todo lo que no fuimos,
todo lo que no hicimos, todo lo que no haremos ni seremos,
es la muerte.
Pura ausencia: Si estamos, la muerte no está. Si la muerte está,
no estamos.

Es una pavada: ha sido dicho diez mil veces.

Brota tu rostro sonriéndome en la memoria:
estamos vivos los dos, todavía. Y este 'todavía',
ahora, es siempre.

(ROBERT RIVAS)