I
La niña que fui
corro por sus pasillos.
Avanzo sobre la madera
tanteando con los ojos
el rojo quemado de las barandas.
El sol se cuela en el jardín
y las plantas lo saludan
con un rumor verde.
Casi nada ha cambiado.
Avanzo más rápido.
El corazón me recuerda
la naturaleza de mi propia fuerza.
Estoy nerviosa
aunque todo me complace en esta casa.
Las puertas son piezas
de un rompecabezas
que reconstruyo en la memoria.
Todo es tan similar y tan distinto:
Soy yo
la que todavía pepena la imagen
al pie de estas paredes.
Ya no somos los mismos
que acomodamos recuerdos
entre retrateras.
Estoy por llegar al área de mi Tío.
¿Cómo estará?
¿Por dónde deambulará
su apetitoso intelecto?
¿Y la boina?
¿Cuántas ideas que ni sospecho
se debaten bajo esa boina?
II
Sé que detrás de esta puerta
me espera con su oficio de alfarero,
rodeado de afiches,
en la misma mesita roja.
“¡Tío Flavio!” le digo
a través de la rendija y el cedazo.
Se acerca con dificultad
aunque me saluda con voz ágil.
Entro, me siento y platicamos.
Como siempre la conversación fluye.
Parece que fue apenas ayer
que escribimos la línea anterior
y hoy sólo recobramos el vuelo.
“Carísimo Tío”
como el de antes
conserva la sorpresa del niño.
Sin embargo,
lo noto arañado por el tiempo
con los huesos resentidos tras cada invierno.
Me duele el dolor de sus articulaciones,
me duele en las articulaciones de cada verso
que para mí
es como que me doliera
en el cuerpo entero.
Y vuelvo a pensar en la casa
con sus pasillos, balcones, y corredores.
En la niña que fui corriendo sobre mi infancia,
machacando el tiempo a gusto
ante la realidad de un espejo sin horas.
Y en todo lo que representa este espacio
que a pesar del trajín de los años
sigue dando textura a mi tiempo.