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miércoles, 10 de abril de 2019

Al éter (por Fiedrich Hölderlin)


¡Oh, Éter, padre! Nunca hombre o dios alguno
fue conmigo tan amoroso y fiel como tú.
Aun antes de que mi madre me tomara en sus brazos
y yo bebiera de sus senos, me abrazabas tiernamente
y vertiste en mi naciente pecho,
con el soplo sagrado, tu celestial elixir.
A los seres no les basta para crecer el alimento
terreno. Pero tú los nutres a todos con tu néctar, oh Padre.
Y el aire vivificante que surge de tu eterna plenitud
corre a raudales por todos los vasos de la vida.
Y así todos los seres te quieren, te buscan,
y, durante su feliz crecimiento,
se esfuerzan sin pausa por llegar hasta ti.
¡Divino! ¿No te busca la planta con sus ojos?
¿No te tiende la maleza sus tímidos brazos?
Para unírsete, la semilla cautiva rompe su vaina.
Para bañarse en tus vivificantes ondas
el bosque sacude su manto de nieve
como si fuera un ropaje inoportuno.
Hasta los peces saltan a la superficie del agua
y brincan, ávidos, fuera del centelleante espejo
del río, como si también ellos quisieran
dejar su cuna para ascender hasta ti.
Y los nobles animales terrestres cobran alas
cuando el potente impulso de su secreto amor por ti
los domina y solivianta.
El soberbio caballo desdeña el suelo y tiende,
como un arco de acero, su cuello en el aire
mientras sus cascos apenas van tocando el suelo.
La pezuña del ciervo sólo roza como jugando
la brizna de hierba, y leve como céfiro
atraviesa de un salto el espumoso arroyo
que se despeña, y mientras salta de una orilla a otra
apenas se le ve entre los matorrales.
En cambio, los pájaros, favoritos del Éter,
habitan y juegan alegres en el eterno palacio
de su Padre. Hay allí lugar para todos,
la senda de ninguno está trazada. Y libres,
grandes y pequeños revolotean en la morada.
Oigo sobre mi cabeza su gozoso clamoreo
y mi corazón, presa de un extraño anhelo,
se siente atraído por ellos. Pareciera
que un dulce país me llamase desde lo alto.
Querría trepar a las cumbres de los Alpes
y suplicar allí al águila veloz, que antaño
puso en brazos de Zeus al niño bienamado,
que me arranque de mi cautiverio
y me transporte al palacio del Éter.
Nosotros, insensatos, damos vueltas en vano
por la tierra. Y como la vid, cuando se ha roto
la estaca que guiaba al cielo sus sarmientos,
también nosotros vagamos por los caminos
con el deseo incesante de entrar en tus jardines.
Nos arrojamos sobre las olas de los mares
tratando de saciarnos en espacios más abiertos,
y el oleaje infinito juguetea con nuestra nave,
y el corazón se regocija ante las fuerzas
del dios del mar. Sin embargo, nada nos sacia.
Un mar más hondo nos llama con ondas
más sutiles. ¡Oh, quién pudiera llevar nuestro barco errante
a esas riberas de oro, allá en lo alto!
Pero mientras yo sueño con vagas lejanías
donde con tu onda azulada enlazas ignoradas orillas,
tú mismo, ¡Éter!, desciendes susurrante
de las cimas florecidas del huerto. Y así revivo,
feliz como antes, con las flores de la tierra.



3 comentarios:

Isidoro Capdepón dijo...

Te invito, sombra, al aire (éter), al aire que me tienes prometido.

todo está en BORGES dijo...

Es absurdo suponer que todos los matices de la conciencia humana, que son más vastos que los de una selva, puedan caber en un sistema mecánico de gruñidos — las palabras—. Es absurdo eso y, sin embargo, se habla de idiomas perfectos. Se supone que son muy ricos los idiomas, y todo idioma es muy pobre si se lo compara con nuestra conciencia.

(BORGES)

Alifanfarón de la Trapobana dijo...

Mi caballo es andaluz,
de los que trajo Mendoza,
que no tiene miedo al tigre,
pero tiembla ante la rosa.