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martes, 14 de mayo de 2019

Merece ser domingo (por Eloy Tizón)


En el silencio de la casa, en el silencio del mundo.

Me han dejado a propósito aquí solo, se han ido

todos. De excursión, creo. A la montaña, tal vez. O

no, a la playa. Es domingo o merece ser domingo.

La luz es de domingo y el azul del cielo es de

domingo y el periódico está abierto en la página

dominical, así que tanta insistencia empieza a

ser sospechosa. Hasta donde alcanza la vista es

domingo. Más tarde resolveré el jeroglífico. El

fulgor de la nieve percute con fuerza en la terraza,

sobre la mano verde de la enredadera, y arranca

remolinos de los sillones de mimbre. El picoteo

casi mudo de mi teclado, una música leve e inconstante,

signos que aparecen y desaparecen, un muro

de blancura en el horizonte que huye.

Domingo, nieve, domingo. De repente, de la

nada, cae volando un jersey. Las mangas revolotean

hasta posarse, supongo, en la acera. Ropa que cae

del cielo. Una lluvia de calcetines pantalones camisas

bufandas chaquetas bikinis pijamas. ¿A qué me

recuerda esto? A ropa muerta. Desaparecida.

A fantasmas textiles colgados de las perchas

con sonrisa de poliéster. A aquel jersey de lana

que tuve a los quince años, antes de alistarme en

el ejército. Jersey azul, de cuello alto, fragante. Era

el Jersey Perfecto. En el primer lavado encogió

tanto que ya no hubo forma de volver a ponérselo.

Se redujo a una cosa ridícula, un jersey para caniches.

Al verlo entraban ganas de ladrar. Hubo que

tirarlo. También –no sé por qué– pienso en Brni,

en Renata, en el viejo tendedero que sonaba, en los

días de mucho viento, como una gigantesca arpa

eólica, pienso en…

(sigue cayendo ropa; el tambor de la lavadora da

vueltas, gira y gira en la conciencia hasta completar

el ciclo, con su habitual y espesante chapoteo de

trapos enmarañados) …

en el disgusto que me llevé a los quince años

aquel viernes en que mi madre me planchó los

pantalones vaqueros. Con raya. Los pantalones

vaqueros no se planchan, mamá, voy a hacer

el ridículo, mira qué rayas, todo el mundo va a

reírse de mí, pareceré un payaso, el más tonto del

grupo. El temor a hacer el ridículo me maniató

durante toda la noche, me tuvo secuestrado sin

hablar ni participar en las conversaciones, mudo,

qué pensarían de mí aquellas cuatro chicas que

acabábamos de conocer, que era un zoquete, un

inútil, un impresentable, con razón, y yo ya no

puedo retroceder en el tiempo para defenderme y

decirles que no, que yo no era tan impresentable,

os lo juro, lo que pasa es que ese día mi madre me

había planchado los pantalones vaqueros con

raya.

Busco una cabina de teléfono con línea directa

al pasado. Si levanto el auricular, escucharé hablar

en latín. Durante un tiempo pensé que yo tenía

superpoderes. Que podía, si así lo deseaba, volar

sobre los edificios, resucitar a los muertos o detener

con el pecho una bala de cañón. Estaba tan

convencido de ello que solo esperaba la ocasión

para demostrarlo. La ocasión nunca se presentó o,

si se presentó, no estuve allí para aprovecharla.

Me pregunto si todo el mundo será así, igual

que yo.

No puedo cambiarme de ropa, no puedo volver

atrás en el tiempo. No tengo superpoderes, sino

solo una tendencia a enamorarme siempre de

chicas de aire solitario y sol en el pelo; y también

un poco vertiginosas. Las veo pasar, melenas al

viento, con sus carpetas y bolsos, camino de clase,

flotando en esa luz insurgente de los viernes a las

cuatro de la tarde. Visto vaqueros con rayas y esto

es un hecho objetivo, inapelable, mientras llueve

ropa del cielo y huele a domingo o lo merece. No

hay vestidores que permitan salirse del presente

y corregir los errores del pasado, ay. Lo verdaderamente

ridículo era temer al ridículo, pero yo eso

no lo sabía. Así que no bailé, ni intercambié una

sola palabra con ellas, con esas chicas del viernes.

Me acodé en la barra, soltero para siempre, con las

piernas embutidas en aquel par de rígidos tubos

azules que mi madre había planchado, sorprendido

en una pose estudiadamente famélica, infeliz

pero sin pasarse (como si alguien o yo mismo me

observase desde el futuro: hola, impostor), trasegando

un botellín de cerveza mientras oigo sus

risas alejándose, llevándose el sol con ellas, cada

vez más remotas, más rubias, más cervezas, me

bebí la soledad de un trago. La soledad me sorbió.

Y hasta ahora. No duele. Solo queda el espectro

de un pequeño arco ojival de espuma en el mostrador.

Se limpia sin esfuerzo con un paño, así. Ya está.

No deja huella. Y tiempo después me enteré

de que una de ellas se mató en un accidente de

tráfico. Y a las demás no volví a verlas nunca. Y eso

fue todo.



4 comentarios:

Isidoro Capdepón dijo...

No vale la pena hablar con el pasado. Su idioma y el nuestro parecen el mismo pero no lo son.

Lloviendo amares dijo...

No hay en la tierra un ser humano capaz de declarar quién es. Nadie sabe qué ha venido a hacer a este mundo, a qué corresponden sus actos, sus sentimientos, sus ideas, ni cuál es su nombre verdadero, su imperecedero Nombre en el registro de la Luz.

(BLOY)

ORáKULO dijo...


Lo más grande que alcanzarás es amar y ser amado a la vez.

TóTUM REVOLùTUM dijo...

La de miedo
empezaba después,
cuando salíamos
a la calle,

y allí
no estaba
John Wayne.

(Karmelo C. Iribarren)