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jueves, 14 de abril de 2016

Nadadores (por Rafael Fombellida)


En el lago mi hijo es una cuerda atirantada.

Hemos nadado juntos hasta que mis pulmones se han abierto

y dejado escapar su poco hálito. Lo veo regresar suculento y desnudo

desde la orilla en donde espero. La tiniebla escarlata del crepúsculo

encapota mi piel abandonada a un húmedo estremecimiento.

Cuánto detesto esta rojez de gasa adherida a una honda cortadura.

A mi lado, mi hijo está secándose envuelto en esta luz color fresón maduro.

Silba "Lady Tonight", se tiende soberano sobre el entarimado

y remece sus sólidos tobillos en la maraña tosca de las plantas acuáticas.

Me habla con mi voz, pero su idioma no es mi lengua muerta, es un desperdigarse

suelto, vivaz, sincero lo mismo que un galope de caballo.

Soy el padre de un hombre, un hombre grave, meditativo, oculto,

que se gobierna con pericia mientras cabe pensar

que su mano, ya enorme, clausurará mis párpados como se sella un ataúd de plomo.

Su cuerpo se ha acostado bajo la vena cárdena del cielo.

Miro su trazo hermoso, la cabellera untada con arcilla de un ocaso granate.

Él braceó más lejos con mi salud, mi fuerza, mi enconada constancia,

y se reclina ufano como un bárbaro después de violentar a sus mujeres.

Es la masa engreída que yo amo con el temple del nadador de fondo.

Es el rival que aguarda mi ahogamiento con el bravo estupor del aspirante.

Ocupa mi lugar porque es su padre joven, prematuro,

inconsciente de toda dentellada del tiempo. Disfruto esa codicia

de converger conmigo, arriesgada ambición de parecérseme.

Miro el milagro de su mocedad. La atmósfera bermeja

de la última hora da a su pecho el impulso de un incendio.


Ha cerrado los ojos. Silabea sin ganas "Love, hate, love".

Despreocupado, ajeno. Sólo espera que el púrpura del aire

me desintegre. Adoro el esplendor de su avidez.

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