Se abate en remolinos,
sobre mi cabeza reclinada, el alboroto
de una acre algarabía.
Quema la tierra atravesada
por sombras retorcidas de pinastros y, más lejos,
vela del mar la vista,
más que las ramas, el bochorno
que irrumpe a ratos de la tierra que se agrieta.
Cuando más sordo o menos
hasta mí llega el rebullir del agua
encajonada en los bajíos,
o es el retumbo a veces de rociones
de espuma sobre los peñascos.
Al levantar el rostro cesan los rebuznos
sobre mi cabeza y vuelan en picada
hacia las aguas estruendosas,
flechazos blanquiazules, dos rendajos.
Antiguo, me embriaga la voz
que sale de tus bocas cuando se abren
como verdes campanas y se impulsan
otra vez hacia atrás y se deshacen.
La casa de mis veranos juveniles
estaba junto a ti, lo sabes,
allá donde la resolana quema
y el aire se oscurece de mosquitos.
Igual que entonces, mar, hoy frente a ti enmudezco,
pero sabiéndome
ya digno de la grave admonición
de tu respiro. Fuiste el primero que me dijo
que el menudo fermento de mi corazón
no era más que un instante del tuyo;
que estaba en mí
tu ley riesgosa: ser vasto y cambiante
y al mismo tiempo fijo:
para vaciarme así de toda suciedad
como haces tú que arrojas a las playas,
entre estrellas de mar, algas y corchos,
las inútiles sobras de tu abismo.
Bajando alguna vez
las áridas pendientes que el cambiante
otoño hinchaba y dividía,
dejaban de pesarme
la rueda de las estaciones
y el tiempo que gotea inexorable;
sólo el presentimiento de tu cercanía,
traído por el susurrar
del aire hace un momento inmóvil
sobre las rocas que orlaban el camino,
me llenaba el alma.
Ahora, me daba cuenta, la piedra
quería arrancarse del declive
para entregarse a un invisible abrazo;
latía la dura materia
sintiendo la vorágine tan cerca;
las matas del cañaveral sediento
al sacudirse daban su aquiescencia
a las aguas ocultas.
Tú rescatabas, vastedad, incluso
el sufrimiento del guijarro:
por tu regocijo era justa
la inmovilidad de los finitos.
Inclinado entre las rocas
llegaban a mi corazón
tus ráfagas saladas;
se dilataba en aros sucesivos
la lisa planicie del mar.
Con ese mismo regocijo escapa
de la zanja entre dos olas
la extraviada avefría hacia la playa.
He descansado a veces en las grutas
que te secundan, vastas
o angostas, umbrías y amargas.
Miradas desde lo recóndito sus bocas
trazaban interiores poderosos
con fondo de cielo.
Surgían templos aéreos
de tu pecho fragoroso,
pináculos radiantes:
una ciudad de vidrio en el más puro azul
se desnudaba poco a poco de caducos velos
y su bramido se volvía un susurro apenas.
Nacía de la rompiente la patria soñada.
Del tumulto emergía la evidencia.
El exiliado volvía al país incorrupto.
Así, padre, de tu desenfreno
se afirma, para el que mira, una severa ley.
Y es inútil rehuirla: me condena,
si lo intento, hasta un guijarro
roído en mi camino,
calcáreo padecer sin nombre,
o la informe escoria que la henchida
creciente del vivir echó del cauce en un rimero
de hierba y ramas secas.
En el destino que se anuncia,
tal vez hay para mí sosiego,
ninguna otra amenaza.
Esto repite el oleaje con su furia descompuesta
y esto reitera el mar al filo de su calma.
Llega a veces de pronto una hora
en que tu corazón cruel nos sobrecoge
y del nuestro se separa.
Discrepa entonces de mi voz tu música
y cada movimiento tuyo nos condena.
Absorto en mí, sin fuerzas,
tu voz parece sorda.
Me afianzo en el pedrisco
que desciende
hasta la escarpada orilla que te domina,
quebradiza, amarilla, surcada por regueros
de agua de lluvia.
Mi vida es esta seca pendiente,
medio y no fin, vía abierta a escurrimientos,
lento deslave.
Y también es esta planta que nace
de la devastación,
expuesta a los embates del mar y suspendida
entre erráticas ráfagas de viento.
Este trozo de suelo sin hierba
se quebró para dar pie a una margarita.
En ella titubeo ante el mar que me ofende,
mi vida todavía carece de silencio.
Miro a la tierra que refulge,
el aire, de tan quieto, se oscurece.
Y esto que crece en mí
tal vez es el rencor que todo hijo
siente, mar, hacia su padre.
Cómo saber qué oscuro o grato
mañana nos aguarda;
tal vez nuestro camino
nos lleve a claros vírgenes
donde murmure eterna el agua
de juventud,
o acaso nos conduzca a la hondonada
última, en plena oscuridad, perdido
el recuerdo del día.
Tal vez tierras ignotas nos acojan:
perderemos la memoria
del sol, caerá de nuestra mente
el tintinear de las rimas.
La fábula que expresa nuestra vida
¡de golpe se convertirá en la historia
sombría que no se cuenta!
Mas de una cosa, padre, asegúranos,
y es ésta: que un poco de tu don quede en las sílabas
que llevamos a cuestas, abejas zumbadoras.
Lejos iremos conservando una reliquia
de tu voz, como del sol se acuerda
la hierba gris que crece en patios
oscurecidos, entre las casas.
Y un día estas palabras sin ruido
que antaño junto a ti criamos
nutridas de cansancios y silencios,
a un corazón fraterno
sabrán a sal antigua.
¡Ah, ser escueto y esencial
como las gujijas que volteas,
comidas por la sal y el yodo,
astilla fuera del tiempo, testigo
de una fría voluntad que no pasa!
Nada de eso he sido, sino alguien que mira
en sí mismo y en los otros
el hervor de la vida fugaz
– hombre tardío en sus actos, que nadie, después, destruye.
Quise encontrar el mal
que mina el mundo, la leve torcedura
de una palanca que detiene
el artefacto universal
y vi todos los hechos del minuto
listos a colapsarse en un derrumbe.
Seguido el trazo de un sendero tuve
otro en el corazón que me llamaba.
Tal vez necesitaba el tajo del cuchillo,
la mente que decide y labra su camino.
Otros libros me hacían falta
y no tu atronadora página.
Pero no guardo ya remordimientos:
tú todavía derrites
los nudos más ocultos con tu canto
y tu delirio alcanza ya los astros.
¡Si pudiera al menos constreñir
en este ritmo mío entrecortado
un poco de tu devaneo,
armonizar mi hablar atrabancado
con tus voces!:
yo que soñaba con robarte
las salobres palabras
en que naturaleza y arte se confunden,
para gritar más alto mi melancolía
de niño envejecido que no debía pensar.
Y en cambio sólo tengo las gastadas letras
de los diccionarios, y la oscura voz
que inspira amor ya desfallece,
se hace literatura lamentosa.
Sólo tengo estas palabras que se ofrecen
como mujeres públicas
a los que las requieren;
no tengo más que estas frases cansadas
que mañana podrán robarme
los estudiantes canallas en versos de verdad.
Y tu estrépito se agranda
y se dilata azul la sombra nueva.
Me abandonan a porfía mis pensamientos.
Rasgos no tengo, ni sentido. No tengo límite.
Disipa tú si quieres
esta débil existencia plañidera,
como la esponja el trazo efímero
de una pizarra.
He de volver, lo sé, a tu círculo,
para cumplir mi travesía confusa.
Mi venida era testimonio de una orden
que se me olvidó en el viaje,
estas palabras mías dan fe
de un suceso imposible, y lo ignoran.
Pero siempre que oí tu dulce
resaca en las riberas,
fui presa de un trastorno como quien,
perdida la memoria,
recuerda su país. Aleccionado
por el jadear apenas perceptible
de alguno de tus desolados
mediodías, no por tu abierta gloria,
me rindo a ti con humildad. No soy
más que la pavesa de un tirso. Bien lo sé: arder,
éste y no otro es mi significado.
4 comentarios:
Quizá demasiado largo, pero gran poema.
Lo único que deseaba
era ver el atardecer con vos
Pero ya es de noche
(CARLOS BAZZANO)
Me pedís palabras que consuelan,
palabras que os confirmen
vuestras ansias profundas
y os libren
de angustias permanentes.
Pero yo ya no tengo
palabras de este género.
Aceptad mi silencio: lo mejor
de mí. Huid del soplo que pronuncia,
en mi boca,
la amarga condición de lo humano.
Y, entretanto, dejadme contemplar
el vuelo de la ropa
tendida en las ventanas.
(MAILLARD)
Les dais a vuestros hijos el calendario criminal de Europa llamándolo historia.
(WILDE)
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