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lunes, 7 de noviembre de 2011

Lo ignoro todo (por Vicente Aleixandre)

Las agujas del aire estaban sobre las frentes: qué oscura misión la mía de amarte.
Las paredes de níquel no consentían el crepúsculo, lo devolvían herido.
Los amantes volaban masticando la luz. Permíteme que te diga.
Las viejas contaban muertes, muertes y respiraban por sus encajes.
Las barbas de los demás crecían hacia el espanto: la hora final las segará sin dolor.
Abanicos de presentirse horizontal. Fronteras.


La puerta, presta a abrirse, se teñía de amarillo lóbrego lamentándose de su torpeza.
Dónde encontrarte, oh sentido de la vida, si ya no hay tiempo. Todos los seres esperaban
la voz de Jehová refulgente de metal blanco. Los amantes se besaban sobre los nombres.
Los pañuelos eran narcóticos y restañaban la carne exangüe. Las siete y diez. La puerta
volaba sin plumas y el ángel del Señor anunció a María. Puede pasar el primero.


Esta misma canción que vuela, esta que estás tú cantando, hermosísimo as de oros, es el romance antiguo
de la legión de condenados que aspiraban el perfume de las espinas dolorosas entre los dedos.
Cuando tú eras magnífico, cuando tú tenías los ojos brillantes, dando la luz sin cambio, del todo,
albergando bajo los párpados el secreto de todos los triunfos más mezquinos, no era difícil encontrarte
en la mano, saludando, besando los dedos con reverencia de paje del quinientos.


Así el camino es breve, así pronto el Occidente será una riqueza de oros que podrá batirse
con las manos, que podrá multiplicarse en mil espumas sin labios. Así la preciada amarillez
no será la tragedia de perder toda la sangre, sino la riqueza brava, despertada, de sentir en la piel
los mil besos de todas las campanas. Moriremos si es preciso. Pero moriremos sabiendo que el latido
repercute en la inquietud de las venas como vaticinio indescifrable, como una promesa que no se nombra.


La primavera insiste en despedidas, arrastrando sus cadenas de cuerdas, su lino sordo,
su desnudez de ocaso, el lienzo flameado como una sábana de lluvia. Alentar sobre un seno,
alargar la mano a tres mil kilómetros de distancia, hasta tocar la frente de cristal en que
están impresos los azules marinos, los peces sorprendidos.


Si yo quiero la vida no es para repartirla. Ni para malgastarla. Es sólo para tener en orden los labios.
Para no mirarme las manos de cera, aunque irrumpa su caudal descifrable.
Para dormirme a mi hora sobre una conciencia sin funda.


Por eso estoy aquí ya formándome. Cuento uno a uno los centímetros de mi lucha.
Por eso me nace una risa del talón que no es humo. Por ti, que no explicas la geografía más profunda.

Dejadme que nazca a la pura insumisa creación de mi nombre.


Lo ignoro todo. No quiero saber si el color rojo es antes o es después, si Dios lo sacó de su
frente o si nació del pecho del primer hombre herido. No quiero saber si los labios
son una larga línea blanca.


Oh amor, ¿por qué no existes más que en forma de trapecio? ¿Por qué toda la vacilación
se convierte en dos rodillas columpiadas (de carne, voy a besarlas), mondas,
desguarnecidas de calor, calvas para mis dientes que rechinan?


Ni un grito. Ni una lluvia de ceniza. Ni tan solo un dedo de Dios para saber que está frío.
La nada es un cuento de infancia que se pone blanco cuando le falta el respiro.
Cuando ha llegado el instante de comprender que la sangre no existe. Que si me abro
una vena puedo escribir con su tiza parada:
“En los bolsillos vacíos no pretendáis encontrar un silencio”.


Por eso, no quiero vestirme. He comprendido que no se desea mi muerte,
que un proyectil disparado acaba siempre tomando la forma de un niño, de un infante
que aterriza y que acaricia el verde soñoliento, con la misma inocencia con que el puñal
pregunta el nombre de las vísceras que besa.


Los ojos de los peces son sordos y golpean opacamente sobre tu corazón.


Cuatro reyes, cuatro ases, cuatro sotas hacen la felicidad de una mano,
arquean los lomos de las montañas, mientras el sol de papel de plata amenaza
con rasgarse sin ruido. Los reyes son esta bondad nativa, conservada en alcohol,
que hace que la corona recaiga sobre la oreja, mientras el hombro protesta del abrigo
de todo, del falso armiño que hace cuadrada la figura. La mejilla vista al microscopio
no invita más que a la meditación de los accidentes y al pensamiento de cómo lo esencial
está cubierto de púas para los labios de los hijos; de cómo la aspereza de los párpados
irrita la esclerótica hasta deformar el mundo, incendiado de rojo, quemándose
sin que nadie lo perciba.


Siento el silencio como esa piedra blanca que resbala sobre el corazón de las madres, y no tengo
fuerzas más que para perdonaros a todos el mal que me habéis hecho, sin ignorarlo,
con la forma de vuestra sombra cuando pasabais.


¡Flor, flor, flor, aparenta una sequedad que no posees! Cúbrete de hojas duras, que se vuelven
mintiendo un desdén por la forma, mientras el aire cae comprendiendo la inutilidad
de su insistencia, abandonando sus alturas.


Yo comprendo que el destino pasajero es echar pronto las yemas al aire, impacientar
el titilar de las luces ante la esperanza del fruto redondo que ha de albergarse en el aire,
para que éste le acaricie sus fronteras, solamente sus límites, sin que su hueso dulce entreabra
su propia capacidad de amor, blanco, lechoso, ignorante, y nos muestre sus suspicacias
como una interrogación que creciese de alambre hasta rematar su elástica curva.


Y un hombre que persigue perderá siempre sus bastones, su lento apoyo,
enhebrado en la hermosura de su ceguera.



En lugar de lágrima lloro la cabeza entera. Me rueda por el pecho y río con las uñas,
con los dos pies que me abanican, mientras una muchacha, una seca badana estremecida,
quiere saber si aún queda la piel por los dos brazos.


Corramos, antes que los telones se desplieguen. Antes que los pelos del lobo, que el hocico
de la madriguera, que los arbustos de la catarata se ericen y se detengan en su caída.
Antes que los ojos de este subsuelo se abran de repente y te pregunten. Corramos hacia el espanto.


Si Dios no me acusa, ¿por qué el alma me punza como una espina cuyo cabo está al aire,
flameando como un gallardete insatisfecho? ¿Por qué me saco del pecho este redondo
pájaro de ocasión, que abre sus luces en abanico duende y espía los rincones para desde allí
encantarme con su pausado jeroglífico? ¿Por qué esta habitación, como una caja de música,
se mueve, ondula sobre las aguas temerosas e insiste plenamente en su bella desorientación
frente al crepúsculo?


Pero el oro en la palma de la mano fulgura una seguridad tan grata,
que yo comprendo que el sueño lo han inventado los cansados,
los escépticos de su corazón mercenario, que golpeaba como una moneda en una jaula,
en un –delirante ayer- agrisado hoy volumen de gorjeo.
Perdóname que cuando se detiene la tristeza a la entrada de la esperanza adolescente,
no asomen todas las palomas, las más blancas, con sus voces humanas,
preguntando sobre la ruta apasionada.

3 comentarios:

CC dijo...

Magnífico y surrealista canto al supremo desconocimiento, a la ignorancia esencial de todo, a este andar a ciegas y a tientas por el mundo sin ni siquiera saber si eso que creemos percibir es real o no; sin ni siquiera saber si quienes sentimos y autosentimos, o sea nosotros, somos o no reales.

Víctor Saltero dijo...

Ha muerto Tomás Segovia, otro mago de la poesía, también exiliado durante años fuera de su madrastra España. En la necrológica de El País viene reproducido este poema, de su última cosecha (Estuario):

Siempre me canso de contar
antes de completar el inventario de todo lo que tengo
tantos amaneceres y crepúsculos
y altas noches calladas
tantos árboles por todo el mundo casi todos con pájaros
tantas delicias para el tacto y para el ojo
y el oído hasta donde todavía me llega
para el olfato y el taimado gusto y tantas horas para estar despierto
y otras para soñar dormido
y tantos días con sus noches
como el fiel renovarse de las olas todo eso tengo y además
la mujer que me tiene

casa de citas dijo...


Mi conclusión de toda una vida de estudiar la historia de la infancia es que la sociedad se basa en el maltrato de menores. Cada generación comienza de nuevo con bebés puros, deseosos, con fe y dispuestos a amar y crear un mundo nuevo. Y cada generación de padres tortura, maltrata, abandona y domina a sus hijos hasta convertirlos en adultos emocionalmente minusválidos que repiten de manera casi idéntica la violencia y el dominio social.

(LLOYD DEMAUSE)