Sentado bajo el árbol que sustituye al árbol
donde John Keats oyó cantar al ruiseñor
me pregunto qué acordes hubieran sorprendido
al poeta una tarde del año 2006.
El oído es un ojo que lee como vive
y la vida presente se ha vuelto un pentagrama
caótico, crispado, cada vez más agudo.
Tampoco el ruiseñor sería el mismo pájaro:
antes era un milagro en medio del reposo,
melódico misterio en labios de la noche.
Pero hace ya tiempo que los seres alados
perdieron el reloj a través de las ramas
y un reflejo nervioso de vatios en cadena
los obliga a cantar torpemente a deshora.
Lo más probable hoy es que Keats no pudiese
oír a un ruiseñor ni distinguir su canto.
Pero, ah, ¿y si pudiera? ¿Y si en este jardín
bajo el cielo de Hampstead quedara algún jirón
de silencio flotando? De ser así me temo
que esta tarde el poeta ya no habría envidiado
la estirpe voladora ni exclamado en un trance
de armónico furor: «¡Tú no naciste
para la muerte, pájaro inmortal!».
Se habría referido más bien a la extinción
de especies muscicápidas, al smog enredado
entre sus alas cortas o al tenso laberinto
de tendidos eléctricos que dificulta el vuelo.
Y pese a todo Keats, que cantaba mejor
que el cándido jilguero o la inconsciente flauta
al final suspiró: «No nos puede engañar
tan bien la fantasía», dudando si los sones
habían sido fruto de un sueño pasajero.
Quizás esa sospecha amarga y terrenal
(que en lugar de mancharlo eleva su poema)
nació del rumor rojo de las enfermedades,
de la sangre perdida por la boca que canta.
Al comprender temprano que su vida era breve
el ruiseñor John Keats intentó imaginar
una voz más constante durando en las alturas,
algún pájaro eterno a lo largo de siglos
unísonos, aéreos…
Y fue en aquel refugio,
resguardado a la sombra de este leve ciruelo
que no es el genuino y que me desprotege,
donde el joven cantor soñó la permanencia
hace doscientos años sin suponer que alguien
(yo mismo o cualquier otro: la historia nos transplanta)
pagaría un billete para probar su asiento
y saldría más tarde pensando en viejas odas,
en la remota cuerda de la tuberculosis,
oyendo un aletear de fugaces motores
(¿de dónde provendrán?, ¿adónde vuelan?)
y parando a comprar un frasco de jarabe
en la absurda farmacia llamada Keats, oh tiempo,
que han abierto a la vuelta de su jardín inmóvil.
5 comentarios:
Todos los poemas del pasado, del presente y del porvenir son episodios o fragmentos de un solo poema infinito, erigido por todos los poetas del orbe.
(SHELLEY)
Hambre que espera hartura, no es hambre pura.
Dicen que los pastores
huelen a sebo.
Pastorcillo es el mío
y huele a romero.
Dicen que las pastoras
huelen a lana.
Pastorcilla es la mía
y huele a retama.
Dicen que los panaderos
huelen a pan,
al mío no se baña nunca,
huele fatal.
Cuando no hay lomo, de todo como.
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