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miércoles, 11 de marzo de 2020

A la luz de una vela (por Sylvia Plath)


Es invierno, es de noche, mi pequeño amor:
una suerte de crin negra,
una tosca y taciturna materia agreste,
acerada con el fulgor
que las estrellas verdes provocan en nuestra verja.
Te cojo en brazos.
Es muy tarde.
Las campanas tediosas badajean su hora.
El poder de una vela nos hace flotar en el espejo.

Es aquí. en este fluido, donde tú y yo nos conocemos,
en este halo radiante que parece respirar
y deja que nuestras sombras se mustien
tan sólo para avivarlas
y agrandarlas de nuevo: violentos gigantes en la pared.
Prendo una cerilla y, de pronto, vuelve a ser real.
Al principio la vela se niega a florecer:
recorta su brote hasta reducirlo
casi nada, a un penoso fiasco azul.

Contengo el aliento hasta que estallas a la vida,
mi pequeño y furioso
erizo ovillado. El cuchillo amarillo
crece a lo alto. Tú te aferras a tus barrotes.

Mi canción te hace rugir.
Te acuno como una barca, yendo de un lado a otro
sobre la alfombra india, sobre el suelo helado,
mientras el hombre de latón
se arrodilla, encorvado, todo cuanto puede,

alzando su pilar blanco con esa luz
que mantiene a raya el cielo, ¡el ataque de la negrura
que está por doquier, acercándose, acercándose!
Ese pequeño atlas cobrizo te pertenece:
es todo cuanto tienes, tu pobre herencia. Ese titán de juguete,
sin esposa ni hijos, con cinco balas de cañón apiladas a sus pies.
¡Cinco balas! ¡Cinco brillantes balas de latón!
para que tú hagas malabarismos con ellas, cariño,
cuando el cielo se derrumbe.



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