A esta hora de la noche los objetos de la casa
ya no son inertes o agradables.
Despiden emanaciones cargadas de ceniza.
El frío televisor, el panel de la ventana
y el teléfono tiemblan ligeramente
en sus sueños de baratija.
Hace casi dieciocho años
regresamos del sol
con dos hijos pequeños
a esta, nuestra ciudad universitaria.
Aquí, no lo sabíamos,
planeaban abrir una calle.
En la colina de enfrente
solían pastar dos caballos, Verano e Invierno,
que nuestra hijita adoraba.
Arriba, en las constelaciones,
convergían trayectorias
de estrellas candentes. Pese a las
señales de desastre,
cada colisión fue evitada.
Cuando volví al hogar esta noche
los gatos vinieron hacia mí,
una sombra gris, una nube naranja.
¿Hogar? No hay peligro de elegía.
Ya nunca tendremos treinta años de casados.
Este anillo de bodas
que fue nuestra O de regocijo
y “para siempre” y que está en un
oscuro cajón, todavía me va bien.
Cuando partimos a Ítaca
con rostros radiantes, te di juventud
y fuego, tanto como dolor.
Aunque esa isla desnuda no era
el destino esperado,
compramos ámbar y ébano
y nuestro viaje fue largo.
Los caballos ya no están,
reemplazados por casas.
En cada calle, en cada barrio nuevo,
empieza una vez más.
Esta noche de noviembre
hay una luna
atrapada en una tenue malla
de bruma. Me consuela saber
que podría ir hasta la colina de enfrente
donde pastaban la yegua blanca y el caballo marrón
y la bahía se ensanchaba al oeste,
hacia el agua y la fuga.
2 comentarios:
Las peores cosas de mi vida no me han pasado nunca.
Siniestro es aquello que, debiendo permanecer oculto, nos ha sido mostrado.
(SCHELLING)
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