lunes, 28 de diciembre de 2009
En la plaza (por Vicente Aleixandre)
Hermoso es, hermosamente humilde y confiante, vivificador y profundo,
sentirse bajo el sol, entre los demás,
impelido, llevado, conducido, mezclado, rumorosamente arrastrado.
No es bueno quedarse en la orilla como el malecón
o como el molusco que quiere calcáreamente imitar a la roca,
sino que es puro y sereno arrasarse en la dicha de fluir y perderse,
encontrándose en el movimiento con que
el gran corazón de los hombres palpita extendido.
Como ése que vive ahí, ignoro en qué piso, y le he visto bajar por las escaleras
y adentrarse valientemente entre la multitud y perderse.
La gran masa pasaba, pero era reconocible el diminuto corazón afluido.
Allí, ¿quién lo reconocería? Allí con esperanza, con resolución o con fe,
con temeroso denuedo, con silenciosa humildad,
allí él también transcurría.
Era una gran plaza abierta, y había olor de existencia.
Un olor a gran sol descubierto, a viento rizándolo,
un gran viento que sobre las cabezas pasaba su mano,
su gran mano que rozaba las frentes unidas y las reconfortaba.
Y era el serpear que se movía como un único ser, no sé si desvalido, no sé si poderoso,
pero existente y perceptible, pero cubridor de la tierra.
Allí cada uno puede mirarse y puede alegrarse y puede reconocerse.
Cuando, en la tarde caldeada, solo en tu gabinete,
con los ojos extraños y la interrogación en la boca, quisieras algo preguntar a tu imagen,
no te busques en el espejo, en un extinto diálogo en que no te oyes.
Baja, baja despacio y búscate entre los otros.
Allí están todos, y tú entre ellos.
Oh, desnúdate y fúndete, y reconócete.
Entra despacio, como el bañista que, temeroso, con mucho amor y recelo al agua,
introduce primero sus pies en la espuma,
y siente el agua subirle, y ya se atreve, y casi ya se decide.
Y ahora con el agua en la cintura todavía no se confía.
Pero él extiende sus brazos,
are al fin sus dos brazos y se entrega completo.
Y allí fuerte se reconoce, y se crece y se lanza, y avanza y levanta espumas,
y salta y confía, y hiende y late en las aguas vivas,
y canta, y es joven.
Así, entra con pies desnudos. Entra en el hervor, en la plaza.
Entra en el torrente que te reclama y allí sé tú mismo.
¡Oh pequeño corazón diminuto, corazón que quiere latir para ser
él también
el unánime corazón que le alcanza!
sentirse bajo el sol, entre los demás,
impelido, llevado, conducido, mezclado, rumorosamente arrastrado.
No es bueno quedarse en la orilla como el malecón
o como el molusco que quiere calcáreamente imitar a la roca,
sino que es puro y sereno arrasarse en la dicha de fluir y perderse,
encontrándose en el movimiento con que
el gran corazón de los hombres palpita extendido.
Como ése que vive ahí, ignoro en qué piso, y le he visto bajar por las escaleras
y adentrarse valientemente entre la multitud y perderse.
La gran masa pasaba, pero era reconocible el diminuto corazón afluido.
Allí, ¿quién lo reconocería? Allí con esperanza, con resolución o con fe,
con temeroso denuedo, con silenciosa humildad,
allí él también transcurría.
Era una gran plaza abierta, y había olor de existencia.
Un olor a gran sol descubierto, a viento rizándolo,
un gran viento que sobre las cabezas pasaba su mano,
su gran mano que rozaba las frentes unidas y las reconfortaba.
Y era el serpear que se movía como un único ser, no sé si desvalido, no sé si poderoso,
pero existente y perceptible, pero cubridor de la tierra.
Allí cada uno puede mirarse y puede alegrarse y puede reconocerse.
Cuando, en la tarde caldeada, solo en tu gabinete,
con los ojos extraños y la interrogación en la boca, quisieras algo preguntar a tu imagen,
no te busques en el espejo, en un extinto diálogo en que no te oyes.
Baja, baja despacio y búscate entre los otros.
Allí están todos, y tú entre ellos.
Oh, desnúdate y fúndete, y reconócete.
Entra despacio, como el bañista que, temeroso, con mucho amor y recelo al agua,
introduce primero sus pies en la espuma,
y siente el agua subirle, y ya se atreve, y casi ya se decide.
Y ahora con el agua en la cintura todavía no se confía.
Pero él extiende sus brazos,
are al fin sus dos brazos y se entrega completo.
Y allí fuerte se reconoce, y se crece y se lanza, y avanza y levanta espumas,
y salta y confía, y hiende y late en las aguas vivas,
y canta, y es joven.
Así, entra con pies desnudos. Entra en el hervor, en la plaza.
Entra en el torrente que te reclama y allí sé tú mismo.
¡Oh pequeño corazón diminuto, corazón que quiere latir para ser
él también
el unánime corazón que le alcanza!
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4 comentarios:
Es un cante de poder
el fandango de Lucena,
y el que no pueda con él
que lo deje por las buenas,
que si no lo echa a perder.
Para la hormiga el rocío es una inundación.
(proverbio serbio)
La multitud no envejece ni adquiere sabiduría: siempre permanece en la infancia.
(GOETHE)
No hay árbol que el viento no haya sacudido.
(proverbio croata)
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