Entre aquellos que se sentaban a la mesa del café,
desde donde en mediodías de invierno
el escarchado
jardín brillaba en las ventanas,
sólo yo he sobrevivido.
Bien podría si quisiera ir hasta allí
y al tamborilear de mis dedos contra el helado vacío
convocar sombras.
Con incredulidad toco el frío mármol.
Con incredulidad toco mi propia mano.
Ella es, y yo soy, en un devenir eternamente nuevo.
Mientras ellos permanecen encerrados para siempre
en su última palabra, en su última mirada,
como el lejano emperador Valentiniano
o los jefes de los masagetas, de quienes nada sé,
aunque escasamente ha transcurrido un año, o dos,
o tres.
Aun así puedo cortar árboles en bosques del lejano
norte,
puedo hablar desde un estrado o rodar una película
usando técnicas de las que ellos nunca oyeron.
Puedo aprender el sabor de frutas de las islas del
océano
y ser fotografiado en apropiado traje
desde la segunda mitad del siglo.
Pero ellos siempre son como bustos en levita
y cuellos de holán
en alguna monstruosa enciclopedia.
A veces, cuando la aurora de la tarde
pinta los techos de una pobre calle
y yo contemplo el cielo, veo en las blancas nubes
una mesa bamboleante. El camarero da vueltas
con su bandeja
y ellos me miran y estallan en risas.
Porque si yo no sé lo que es morir a manos
de un hombre,
ellos lo saben, ellos lo saben muy bien.
3 comentarios:
Se dice que los muertos siempre gobernarán sobre los vivos.
Soy una roca, pero tengo la poesía y las canciones que me protegen.
(SIMON & GARFUNKEL)
No está nada claro que ser inmortales nos hiciese más felices.
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