Toda mi angustia tuvo la forma de un zapato.
De un zapatito roto, opaco, desclavado.
El patio de la escuela... Apenas tercer grado...
Qué largo fue el recreo, el más largo del año.
Yo sentía vergüenza de mostrar mi pobreza.
Hubiera preferido tener rotas las piernas
y entero mi calzado. Y allí contra una puerta
recostada, mirando, me invadía el cansancio
de ver cómo corrían los otros por el patio.
Zapatos con cordones, zapatos con tirillas,
todos zapatos sanos. Me sentía en pecado
vencida y diminuta, mi corazón sangrando...
Si supieran los hombres cuánto a los diez años
puede sufrir un niño por no tener zapatos...
Qué anticipo de angustia. Todavía perdura
doliéndome el pasado. El patio de la escuela
y aquel recreo largo...
Mi piececito trémulo, miedoso, acurrucado.
Mi infancia entristecida, mi mundo derrumbado.
Un pájaro sin alas, tendido al pie de un árbol.
La pobreza no tiene perdón a los diez años.
2 comentarios:
Algo aparentemente vano, instranscendente y baladí puede llegar a hacernos sufrir mucho, sobre todo en la infancia. Las reglas de medir y las balanzas de pesar de los adultos son muy distintas de las de la niñez.
Y un niño no es un adulto pequeño. Un niño es un niño.
Padres, maestros...: hay que tener cuidado con eso.
Será difícil ser feliz
sin esos besos que me dabas,
pero tendrá que ser así.
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