bajar hasta la calle y pasear
por los alrededores de las casas
con la humilde sospecha de que nada
depende de nosotros,
nada nos necesita.
Sintiendo que no tiene la vida que alumbrarse
con la luz incompleta de nuestros pensamientos
o de nuestras palabras para hacerse presente.
Así, esta mañana,
nada de lo que miro me requiere:
ni el polvo desprendido del castaño de Indias
ni el barniz de las flores arrastradas
por el agua de las acequias,
en el amanecer de otro verano
que ha empezado a extenderse
sobre los paredones de los huertos y ya alcanza
las fachadas de piedra
y las desmochaduras de las torres.
Donde acaban las naves, los talleres,
los viejos edificios arrumbados
del barrio de las minas, hay una nube inmóvil
que se apoya en su bastón de cerezo
y una mujer perdida, detrás de una ventana,
en las ocupaciones del vivir.
Entre la nube y ella se reparten,
a la vista de todos, ignorándome,
las cuentas de colores del baúl de la noche
con las que se abre el día.
Cerca ya de un arroyo,
donde afloran los restos de hierro y de madera
de unas vías en desuso,
las flores blanquecinas de la jaras
arrancan los reflejos de las salpicaduras
sin esperar tampoco a que yo pase,
a que llegue hasta ellas.
Hay nidos de cigüeñas en los postes
vencidos de teléfonos, sobre árboles secos.
Cuando atravieso el puente,
unas hojas flotantes me separan
del fondo del riachuelo, del poso de la nieve
de los otros inviernos, que permanece allí,
debajo de estas hojas,
sin estar obligado a la mañana
ni a mi luz imprevista.
Nada me pide nada: ni el vuelo de una abeja
ni el milagro de un árbol acunado
por un aire de lejos.
Ni el cielo de la tapia
ni el despuntar azul de las violetas
junto a los que regresan caminando,
con las manos cogidas,
de otra noche lavada
por el agua de lluvia de las gárgolas
de la ciudad antigua,
que me ha dejado afuera.
4 comentarios:
Es una suerte ser prescindible y dispensable. Al día siguiente de mi partida saldrá el sol (por Antequera), la Tierra completará su giro, y el universo no me echará de menos; todo lo cual es maravilloso.
Ni a andar, ni a nadar, ni a montar en bicicleta puede aprenderse sólo con teoría. Ni eso ni nada.
En ningún sitio hay más vacuidad, pirueteo verbal y palabrería hueca que en toda crítica o reseña de un libro de poesía.
(MARIMAR AGUAYO)
¿A dónde vas tan deprisa
sin decirme ni ¡con Dios!?
Me puedes mirar de frente,
que estoy enterao de tó.
Me lo contaron ayer
las lenguas de doble filo,
que te casaste hace un mes
y me quedé tan tranquilo.
Otro cualquiera en mi caso
se hubiera echao a llorar;
yo, cruzándome de brazos,
dije que me daba igual.
Y ná de pegarme un tiro
ni liarme a maldiciones
ni apedrear con suspiros
los vidrios de tus balcones.
¿Que te has casao? ¡Buena suerte!
Vive cien años contenta
y a la hora de la muerte,
Dios no te lo tenga en cuenta.
Que si al pie de los altares
mi nombre se te borró,
por la gloria de mi madre
que no te guardo rencor.
Porque sin ser tu marido,
ni tu novio, ni tu amante,
yo fui quien más te ha querido:
con eso tengo bastante.
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