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jueves, 15 de febrero de 2018

Ni un descenso ni una huida (por Margaret Atwood)


Si el tiempo no era como el desbordarse de una copa

o la fuga de los instantes cuenta atrás

la fuga de todos los instantes insensatos como prófugos

huyendo de tu reloj de pulsera

en un movimiento sutil en la quietud

de tu cuerpo viajero…

Si tampoco era el tiempo

como una amapola de cabeza cortada en tu regazo

ni una felina ausencia

o caer vertiginosamente desde la última ventana del último piso

de una gran torre

describiendo círculos cada vez más amplios.

Si estaba hecha de tiempo o era tiempo

sin ser ninguna de esas cosas:

ni un ciempiés monstruoso

ni una caída hacia la muerte

ni un descenso ni una huida

ni una fuga cuenta atrás ni una ausencia

entonces… ¿cómo?



5 comentarios:

hAiKu dijo...

Galopa, trota
y sólo a veces pasa
el corcel Tiempo.

Lloviendo amares dijo...

Cuántas máscaras, unas bajo otras,
llevamos sobre el alma y si por juego
el alma se las quita, ¿sabe cuándo
deja el rostro alguno o queda alguna?

(PESSOA)

Aldonza Lorenzo dijo...

Por turbia que esté, nunca digas "de esta agua no beberé".

TóTUM REVOLùTUM dijo...

Tienes facilidad para aprender, Siddharta, pues aprende también esto: el amor se puede mendigar, comprar, recibir como regalo o recoger en la calle, ¡pero robarlo es imposible!

(HERMAN HESSE)

Lloviendo amares dijo...

Dijo que no. Y el Tiempo se quedó sin tiempo.
Luego, la vida hizo una pausa
y todo pareció recomponerse
como esos acertijos infantiles
en los que sólo falta una palabra,
una palabra necesaria y rara.
Pero dijo que no. Cerró los labios
y escuchó el gorgoteo de las sílabas
luchando por vivir a la intemperie.
Dijo que no. Y el tiempo oyó el silencio.
Luego, la vida hizo una pausa.
Y todo fue distinto: el dolor fue
más cauto, más sensato,
la lujuria lloró en su madriguera.
Y el tiempo inauguró sus máscaras:
hubo un pequeño espanto en los rincones,
temblaron los espejos agobiados
defendiendo impotentes el azogue.
Los pájaros callaron esa tarde
y la luna brilló blanca y sin manchas.
Ardió la noche como vieja tea
con la absurda avaricia de la muerte,
con su luto distante y pegajoso,
y un rencor resabiado y carcomido
descargó como lluvia en el desierto.
Entonces, sólo entonces,
oyó a su corazón ladrando
y se volvió despacio a los espejos
y los vio tiritar con mucho frío
y pedir compasión desde su escarcha.
Y no supo qué hacer con tanta desmesura:
cerró los labios y escuchó al silencio.

(FRANCISCA AGUIRRE)