Los viejos relojes tienen rostros alentadores.
Son como esos granjeros en los grandes bosques o en las montañas
cuya entera existencia contiene cierta calma aceptación
como si pertenecieran a otra raza distinta de la nuestra.
Una raza que ha luchado a través del tiempo para llegar aquí
y ha visto su infelicidad encogerse como el pasto
durante el período anterior cuando la Tierra era tierra.
Son invitados con nosotros esta vez y asienten en sintonía con nuestra aflicción
junto a nuestra cama con su leve sabiduría: está bien,
oh sí, oh sí,
está bien, está bien.
2 comentarios:
Sólo el tiempo es siempre el mismo. No cambia nunca. No anda más despacio, no se arruga, no enferma, no envejece, no la palma... Sólo por el tiempo no pasa el tiempo.
El paso del tiempo exaspera y condensa cualquier tormenta, aunque al principio no hubiera ni una nube minúscula en el horizonte. Uno ignora lo que el tiempo hará de nosotros con sus capas finas que se superponen indistinguibles, en qué es capaz de convertirnos. Avanza sigilosamente, día a día y hora a hora y paso a paso envenenado, no se hace notar en su subrepticia labor, tan respetuosa que nunca nos da un empujón ni un sobresalto. Cada mañana aparece con su semblante tranquilizador e invariable, y nos asegura lo contrario de lo que está sucediendo: que todo está bien y nada cambia, que todo es como ayer -el equilibrio de fuerzas-, que nada se gana y nada se pierde, que nuestro rostro es el mismo y también nuestro pelo y nuestro contorno, que quien nos odiaba nos sigue odiando y quien nos quería nos sigue queriendo. Y es todo lo contrario, en efecto, sólo que no nos permite advertirlo con sus traicioneros minutos y sus taimados segundos, hasta que llega un día extraño, impensable, en que nada es como fue siempre.
(JAVIER MARÍAS)
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