Desde que no despierto con ella,
desde que no me siento a la mesa para cenar con ella,
desde que la muerte fluyó en mi boca riente
y quedé atrapado entre las lluvias
como entre los listones de un cerco de hierro de los días de mi infancia:
puedo ver una fina, negra venda temblando largo rato
ante mis ojos.
Se acerca, se esfuma, surge otra vez,
como si la vena sanguinolenta meciéndose en un ojo
me hipnotizara de la mañana a la noche.
Puedo verla, también, entre las grandes columnas del museo
en el sesgado, declinante brillo del sol,
ante las bocas-de-nieve de las estatuas de Enero,
y cerca de las caras de las mujeres en el mercado, en la calle,
paradas en las escaleras del metro.
América se destiñe dentro de mí, la luz de los Grandes Lagos,
como cuando se apaga una lámpara.
Asombrado, miro alrededor, y con paso vacilante
empiezo a creer que los muertos, también, son caprichosos,
y no detendrán su juego secreto
una vez que, cuando vivían, lo han iniciado.
El viento gira, gira entre los esbeltos muelles,
toca apenas sombreros y techos,
lanza el anzuelo desde el medio del Danubio en el aire,
la tromba que brinca,
atrae mis ojos, los tienta con su cebo,
como una hebra de pelo negro que no puede ser atrapada.
1 comentario:
El ayer que me hizo
no sé dónde está.
El que me deshizo, sí:
está aquí, conmigo,
presente todos los días.
(ÁNGELES MORA)
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