habrá que resignarse a ser pregunta
arremangarse los pies
seguir andando
con un golpe de sismo por espalda
sin cimiento
ni contemplaciones
habrá que acostumbrarse sin respuesta
morir en una historia y otra historia
salir de madre pateando las preguntas
por los caños de la piel
hasta los huesos
y andar
humano no más
apuntalando luchas
controlando el pulso de la tierra
mirarse escombro en el mapa de los sueños
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SABATO Y EL CEREZO
El huso rojo de los sépalos ya estaba reventón y por los intersticios pugnaba por salir al sol la sombrilla japonesa de los pétalos. Hace de esto doce días. Pensaba entonces que al regreso del viaje de una semana iba a ver florido aquel cerezo. Ya... Volví con una carga liviana de coronavirus y pasé de las sabinas de Río Lobos al encierro obligado en esta casa de la city. El árbol me queda a desmano, sabe Dios si estará cuajado de flores blancas de un tenue matiz rosado, apretadas y oferentes, engañosas porque el fruto nunca fue acorde con la ofrenda: cosa de los frutales únicos, que precisan de la cercanía de otros congéneres.
Leo de Sabato sus crónicas de senectud extrema, su pesimismo, la negrura del ánimo, el presentimiento obsesivo de que todo se le acabará muy pronto. Tenía por entonces noventa años y duró hasta los noventa y nueve, cuando se murió de una bronquitis en su casa de Santos Lugares. Con esta gripe maligna me pasa lo mismo que al argentino: me sobrecoge la aprensión de que el cerezo haya florecido en vano, pues no hay ojos míos que lo vean y la cuarentena pudiera ser centena y para entonces ya estaría en los frutos. Y la próxima generación de flores ¿quién me asegura que no acontecerá en un yermo sin personas, sin humanos que las vean? Yo, tampoco.
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