lunes, 24 de mayo de 2010
Despertar (por Pedro Salinas)
Sabemos, sí, que hay luz. Está aguardando
detrás de esa ventana
con sus trágicas garras diamantinas,
ansiosa
de clavarnos, de hundirnos, evidencias
en la carne, en los ojos, más allá.
La resistimos, obstinadamente,
en la prolongación, cuarto cerrado,
de la felicidad oscura
caliente, aún, en los cuerpos, de la noche.
Los besos son de noche, todavía:
y nuestros labios cavan en la aurora,
aún, un espacio el gran besar nocturno.
Sabemos, sí, que hay mundo.
Testigos vagos de él, romper de olas,
los ruidos, píos de aves, gritos rotos,
arañan escalándolo, lloviéndolo,
el gran silencio que nos reservamos,
isla habitada sólo por dos voces.
Del naufragio tristísimo, en el alba,
de aquel callar en donde se abolía
lo que no era nosotros en nosotros,
quedamos solos,
prendidos a los restos del silencio,
tú y yo, los escapados por milagro.
“¡Tardar!”, grito del alma.
“¡Tardar, tardar!”, nos grita el ser entero.
Nuestro anhelo es tardar.
Rechazando la luz, el ruido, el mundo,
semidespiertos, aquí, en la porfiada
penumbra, defendemos,
inmóviles,
trágicamente quietos,
imitando quietudes de alta noche,
nuestro derecho a no nacer aún.
Los dos tendidos, boca arriba,
El techo oscuro es nuestro cielo claro,
Mientras no nos lo niegue ella: la luz.
El cuerpo, apenas visto, junto al cuerpo,
detrás del sueño, del amor, desnudos
fingen
haber sido así siempre
vírgenes de las telas y del suelo,
creen que no pisaron mundo.
Aquí en nuestra batalla silenciosa
-¡no, no abrir todavía, no, no abrir!-
contra la claridad, está latiendo
el ansia de soñar que no nacimos,
el afán de tardarnos en vivir.
Nuestros cuerpos se ignoran sus pasados;
horizontales, en el lecho,
flotan sobre virginidades y candor:
juego pueril en su abrazar.
Estamos
mientras la luz, el ruido,
no nos corrompan con su gran pecado,
tan inocentemente perezosos,
aquí en la orilla del nacer.
Y lo que ha sido ya, los años,
las memorias llamadas nuestra vida,
alzan vuelos ingrávidos, se van,
parecen sombras, dudas de existencia.
Cuando por fin nazcamos
abierta la ventana -¿quién, tú o yo?-
contemplaremos asombradamente
a lo que está detrás, incrédulos
de haber llamado nuestra vida a aquello,
nuestro dolor o amor. No.
La vida es la sorpresa en que nos suelta
como en un mar inmenso,
desnudos, inocentes,
esta noche, gran madre de nosotros:
vamos hacia el nacer.
Nuestro existir de antes
era presagio. ¿No le ves al borde
de su cumplirse, tembloroso, retrasando
desesperadamente, a abrazos,
la fatal caída en él?
Y al despedirnos -¡ya la luz, la luz!-
de lo gozado y lo sufrido atrás,
se nos revela transparentemente
que el vivir hasta ahora ha sido sólo
trémulo presentirse jubiloso
-antes aún de las almas y su séquito-,
pura promesa prenatal.
detrás de esa ventana
con sus trágicas garras diamantinas,
ansiosa
de clavarnos, de hundirnos, evidencias
en la carne, en los ojos, más allá.
La resistimos, obstinadamente,
en la prolongación, cuarto cerrado,
de la felicidad oscura
caliente, aún, en los cuerpos, de la noche.
Los besos son de noche, todavía:
y nuestros labios cavan en la aurora,
aún, un espacio el gran besar nocturno.
Sabemos, sí, que hay mundo.
Testigos vagos de él, romper de olas,
los ruidos, píos de aves, gritos rotos,
arañan escalándolo, lloviéndolo,
el gran silencio que nos reservamos,
isla habitada sólo por dos voces.
Del naufragio tristísimo, en el alba,
de aquel callar en donde se abolía
lo que no era nosotros en nosotros,
quedamos solos,
prendidos a los restos del silencio,
tú y yo, los escapados por milagro.
“¡Tardar!”, grito del alma.
“¡Tardar, tardar!”, nos grita el ser entero.
Nuestro anhelo es tardar.
Rechazando la luz, el ruido, el mundo,
semidespiertos, aquí, en la porfiada
penumbra, defendemos,
inmóviles,
trágicamente quietos,
imitando quietudes de alta noche,
nuestro derecho a no nacer aún.
Los dos tendidos, boca arriba,
El techo oscuro es nuestro cielo claro,
Mientras no nos lo niegue ella: la luz.
El cuerpo, apenas visto, junto al cuerpo,
detrás del sueño, del amor, desnudos
fingen
haber sido así siempre
vírgenes de las telas y del suelo,
creen que no pisaron mundo.
Aquí en nuestra batalla silenciosa
-¡no, no abrir todavía, no, no abrir!-
contra la claridad, está latiendo
el ansia de soñar que no nacimos,
el afán de tardarnos en vivir.
Nuestros cuerpos se ignoran sus pasados;
horizontales, en el lecho,
flotan sobre virginidades y candor:
juego pueril en su abrazar.
Estamos
mientras la luz, el ruido,
no nos corrompan con su gran pecado,
tan inocentemente perezosos,
aquí en la orilla del nacer.
Y lo que ha sido ya, los años,
las memorias llamadas nuestra vida,
alzan vuelos ingrávidos, se van,
parecen sombras, dudas de existencia.
Cuando por fin nazcamos
abierta la ventana -¿quién, tú o yo?-
contemplaremos asombradamente
a lo que está detrás, incrédulos
de haber llamado nuestra vida a aquello,
nuestro dolor o amor. No.
La vida es la sorpresa en que nos suelta
como en un mar inmenso,
desnudos, inocentes,
esta noche, gran madre de nosotros:
vamos hacia el nacer.
Nuestro existir de antes
era presagio. ¿No le ves al borde
de su cumplirse, tembloroso, retrasando
desesperadamente, a abrazos,
la fatal caída en él?
Y al despedirnos -¡ya la luz, la luz!-
de lo gozado y lo sufrido atrás,
se nos revela transparentemente
que el vivir hasta ahora ha sido sólo
trémulo presentirse jubiloso
-antes aún de las almas y su séquito-,
pura promesa prenatal.
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5 comentarios:
El que se enamora no lo nota, pero se vuelve idiota.
Si de la voz de la radio te enamoras,
será mejor que no te pases por la emisora.
Tierra de la Carolina,
ya te quedaste sin ná.
¡Con lo que fueron tus minas!,
como una madre entregá.
Que tu paso sea como el de la abeja, que recoge la sustancia de la flor y se aleja de ella sin alterar su esencia ni su perfume.
(BUDA)
Es preferible revolcarse en el lodo del virtuoso olvido que reposar en el lujoso lecho de la maldad.
(FRANCIS BRET HARTE)
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