viernes, 30 de marzo de 2012
Lejos estás, padre mío (por Vicente Aleixandre)
Lejos estás, padre mío, allá en tu reino de las sombras.
Mira a tu hijo, oscuro en esta tiniebla huérfana,
lejos de la benévola luz de tus ojos continuos.
Allí nací, crecí; de aquella luz pura
tomé vida, y aquel fulgor sereno
se embebió en esta forma, que todavía despide,
como un eco apagado, tu luz resplandeciente.
Bajo la frente poderosa, mundo entero de vida,
mente completa que un humano alcanzara,
sentí la sombra que protegió mi infancia. Leve, leve,
resbaló así la niñez como alígero pie sobre una hierba noble,
y si besé a los pájaros, si pude posar mis labios
sobre tantas alas fugaces que una aurora empujara,
fue por ti, por tus benévolos ojos que presidieron mi nacimiento
y fueron como brazos que por encima de mi testa cernían
la luz, la luz tranquila, no heridora a mis ojos de niño.
Alto, padre, como una montaña que pudiera inclinarse,
que pudiera vencerse sobre mi propia frente descuidada
y besarme tan luminosamente, tan silenciosa y puramente
como la luz que pasa por las crestas radiantes
donde reina el azul de los cielos purísimos.
Por tu pecho bajaba una cascada luminosa de bondad, que tocaba
luego mi rostro y bañaba mi cuerpo aún infantil, que emergí
de tu fuerza tranquila como desnudo, reciente,
nacido cada día de ti, porque tú fuiste padre
diario, y cada día yo nací de tu pecho, exhalado
de tu amor, como acaso mensaje de tu seno purísimo.
Porque yo nací entero cada día, entero y tierno siempre,
y débil y gozoso cada día hollé naciendo
la hierba misma intacta: pisé leve, estrené brisas,
henchí también mi seno, y miré el mundo
y lo vi bueno. Bueno tú, padre mío, mundo frío, tú sólo.
Hasta la orilla del mar condujiste mi mano.
Benévolo y potente tú como un bosque en la orilla,
yo sentí mis espaldas guardadas contra el viento estrellado.
Pude sumergir mi cuerpo reciente cada aurora en la espuma;
y besar a la mar candorosa en el día,
siempre olvidada, siempre, de su noche de lutos.
Padre, tú me besaste con labios de azul sereno.
Limpios de nubes veía yo tus ojos,
aunque a veces un velo de tristeza eclipsaba a mi frente
esa luz que sin duda de los cielos tomabas.
Oh padre altísimo, oh tierno padre gigantesco
que así, en los brazos, desvalido, me hubiste.
Huérfano de ti, menudo como entonces, caído sobre una hierba triste,
heme hoy aquí, padre, sobre el mundo en tu ausencia,
mientras pienso en tu forma sagrada, habitadora acaso de una sombra amorosa,
por la que nunca, nunca tu corazón me olvida.
Oh padre frío, seguro estoy que en la tiniebla fuerte
tú vives y me amas. Que un vigor poderoso,
un latir, aún revienta en la tierra.
Y que unas ondas de pronto, desde un fondo, sacuden
a la tierra y la ondulan, y a mis pies se estremece.
Pero yo soy de carne todavía. Y mi vida
es de carne, padre, padre mío. Y aquí estoy,
solo, sobre la tierra quieta, menudo como entonces, sin verte,
derribado sobre los inmensos brazos que horriblemente te imitan.
Mira a tu hijo, oscuro en esta tiniebla huérfana,
lejos de la benévola luz de tus ojos continuos.
Allí nací, crecí; de aquella luz pura
tomé vida, y aquel fulgor sereno
se embebió en esta forma, que todavía despide,
como un eco apagado, tu luz resplandeciente.
Bajo la frente poderosa, mundo entero de vida,
mente completa que un humano alcanzara,
sentí la sombra que protegió mi infancia. Leve, leve,
resbaló así la niñez como alígero pie sobre una hierba noble,
y si besé a los pájaros, si pude posar mis labios
sobre tantas alas fugaces que una aurora empujara,
fue por ti, por tus benévolos ojos que presidieron mi nacimiento
y fueron como brazos que por encima de mi testa cernían
la luz, la luz tranquila, no heridora a mis ojos de niño.
Alto, padre, como una montaña que pudiera inclinarse,
que pudiera vencerse sobre mi propia frente descuidada
y besarme tan luminosamente, tan silenciosa y puramente
como la luz que pasa por las crestas radiantes
donde reina el azul de los cielos purísimos.
Por tu pecho bajaba una cascada luminosa de bondad, que tocaba
luego mi rostro y bañaba mi cuerpo aún infantil, que emergí
de tu fuerza tranquila como desnudo, reciente,
nacido cada día de ti, porque tú fuiste padre
diario, y cada día yo nací de tu pecho, exhalado
de tu amor, como acaso mensaje de tu seno purísimo.
Porque yo nací entero cada día, entero y tierno siempre,
y débil y gozoso cada día hollé naciendo
la hierba misma intacta: pisé leve, estrené brisas,
henchí también mi seno, y miré el mundo
y lo vi bueno. Bueno tú, padre mío, mundo frío, tú sólo.
Hasta la orilla del mar condujiste mi mano.
Benévolo y potente tú como un bosque en la orilla,
yo sentí mis espaldas guardadas contra el viento estrellado.
Pude sumergir mi cuerpo reciente cada aurora en la espuma;
y besar a la mar candorosa en el día,
siempre olvidada, siempre, de su noche de lutos.
Padre, tú me besaste con labios de azul sereno.
Limpios de nubes veía yo tus ojos,
aunque a veces un velo de tristeza eclipsaba a mi frente
esa luz que sin duda de los cielos tomabas.
Oh padre altísimo, oh tierno padre gigantesco
que así, en los brazos, desvalido, me hubiste.
Huérfano de ti, menudo como entonces, caído sobre una hierba triste,
heme hoy aquí, padre, sobre el mundo en tu ausencia,
mientras pienso en tu forma sagrada, habitadora acaso de una sombra amorosa,
por la que nunca, nunca tu corazón me olvida.
Oh padre frío, seguro estoy que en la tiniebla fuerte
tú vives y me amas. Que un vigor poderoso,
un latir, aún revienta en la tierra.
Y que unas ondas de pronto, desde un fondo, sacuden
a la tierra y la ondulan, y a mis pies se estremece.
Pero yo soy de carne todavía. Y mi vida
es de carne, padre, padre mío. Y aquí estoy,
solo, sobre la tierra quieta, menudo como entonces, sin verte,
derribado sobre los inmensos brazos que horriblemente te imitan.
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9 comentarios:
JO, qué suerte, haber tenido un padre así. El mío era más bien ensimismado, tristón, cabizmundo y meditabajo. Carente de entusiasmo. Sé que me quería, pero a su manera, no como yo hubiese querido que me quisiera.
Cabizbundo y meditabajo, y tú con los cables cruzados, ja, ja-
El futuro reside detrás de un muro opaco. No hay ventanas para ver lo de dentro.
Hay más puñales que espaldas.
Hay más pérdidas que encuentros.
Hay más heridas que vendas.
Hay más dolor que consuelo.
Las únicas victorias que prevalecen son aquéllas en que nadie siente haber sido derrotado.
Todos debieran
poder guarecerse en
su recoveco.
(CUQUI COVALEDA)
Amistades que son ciertas, mantienen puertas abiertas.
Nadie conoce bien el verdadero orden de importancia que, en lo profundo de sí mismo, asigna a cada cosa.
Me encantan las casas, todas las cosas que me cuentan, así que esa es una razón de que no me importe trabajar como mujer de la limpieza. Se parece mucho a leer un libro.
He estado trabajando para Arlene, de la inmobiliaria Central. Limpiando casas vacías, sobre todo, pero incluso las casas vacías tienen historias, pistas. Una carta de amor en el fondo de un armario, botellas de whisky vacías escondidas detrás de la secadora, listas de la compra... "Por favor trae detergente Tide, un paquete de Linguine verdes y un pack de seis Coors. No pensaba en serio lo que dije anoche."
Últimamente he limpiado casas en las que alguien acaba de morir. Limpiar y ayudar a clasificar las cosas para que la gente se las lleve o las done a la caridad. Arlene siempre pregunta si tienen ropa o libros para el Hogar de los Padres Judíos, que es donde está Sadie, su madre. Han sido trabajos deprimentes. O los familiares lo quieren todo y se pelean por las cosas más insignificantes (unos tirantes viejos y raídos, o un tazón), o ninguno quiere saber nada de lo que hay en la casa, así que solo he de meterlo todo en cajas. En ambos casos lo triste es qué poco se tarda. Piensa en ello. Si murieras... podría deshacerme de todas tus pertenencias en dos horas como máximo.
(BERLIN)
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