sábado, 24 de agosto de 2013
Allí hablabas (por José Lezama Lima)
Vi de nuevo el rostro de mi madre.
Era una noche que parecía haber escindido
la noche del sueño.
La noche avanzaba o se detenía,
cuchilla que cercena o soplo huracanado,
pero el sueño no caminaba hacia su noche.
Sentía que todo pesaba hacia arriba,
allí hablabas, susurrabas, casi
para los oídos de un cangrejito,
ya sé, porque vi su sonrisa.
Que quería llegar
regalándome ese animalito,
para verlo caminar con gracia,
o profundizarlo en una harina caliente.
La mazorca dura como un diente de niño
en una gaveta con hormigas plateadas.
El símil de una gaveta como una culebra,
la del tamaño de un brazo, la que viruta
la lengua en su extensión doblada, la de los relojes
viejos, la temible y risible gaveta parlante.
Recorría los filos de la puerta
para empezar a sentir, tapándome los ojos,
aunque lentamente me inmovilizaba,
que la parte restante pesaba más.
Con la ligereza del peso de la lluvia
o las persianas del arpa.
En el patio asistían
la luna completa y los otros meteoros convidados.
Propicio era y mágico el itinerario de su costumbre.
Miraba la puerta
pero el resto del cuerpo permanecía en lo restado,
como alguien que comienza a hablar,
que vuelve a reírse,
pero como se pasea entre la puerta
y lo otro restante.
Parece que se ha ido, pero entonces vuelve.
Lo restante es Dios tal vez,
menos yo tal vez,
tal vez el raspado solar
y en él a horcajadas el yo tal vez.
A mi lado el otro cuerpo,
al respirar, mantenía la visión
pegada a la roca de la vaciedad esférica.
Se fue reduciendo
a un metal volante con los bordes
asaltado por la brevedad de las llamas,
a la evaporación de una pequeña
taza de café matinal,
a un cabello.
Era una noche que parecía haber escindido
la noche del sueño.
La noche avanzaba o se detenía,
cuchilla que cercena o soplo huracanado,
pero el sueño no caminaba hacia su noche.
Sentía que todo pesaba hacia arriba,
allí hablabas, susurrabas, casi
para los oídos de un cangrejito,
ya sé, porque vi su sonrisa.
Que quería llegar
regalándome ese animalito,
para verlo caminar con gracia,
o profundizarlo en una harina caliente.
La mazorca dura como un diente de niño
en una gaveta con hormigas plateadas.
El símil de una gaveta como una culebra,
la del tamaño de un brazo, la que viruta
la lengua en su extensión doblada, la de los relojes
viejos, la temible y risible gaveta parlante.
Recorría los filos de la puerta
para empezar a sentir, tapándome los ojos,
aunque lentamente me inmovilizaba,
que la parte restante pesaba más.
Con la ligereza del peso de la lluvia
o las persianas del arpa.
En el patio asistían
la luna completa y los otros meteoros convidados.
Propicio era y mágico el itinerario de su costumbre.
Miraba la puerta
pero el resto del cuerpo permanecía en lo restado,
como alguien que comienza a hablar,
que vuelve a reírse,
pero como se pasea entre la puerta
y lo otro restante.
Parece que se ha ido, pero entonces vuelve.
Lo restante es Dios tal vez,
menos yo tal vez,
tal vez el raspado solar
y en él a horcajadas el yo tal vez.
A mi lado el otro cuerpo,
al respirar, mantenía la visión
pegada a la roca de la vaciedad esférica.
Se fue reduciendo
a un metal volante con los bordes
asaltado por la brevedad de las llamas,
a la evaporación de una pequeña
taza de café matinal,
a un cabello.
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1 comentario:
Al pasar por tierra de tuertos, cierra un ojo.
(proverbio rumano)
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