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martes, 3 de noviembre de 2015

Niebla o humo (por Fernando Pessoa)

¿Niebla o humo? ¿Subía de la tierra o bajaba del cielo? No se sabía: era más como una enfermedad del aire que una bajada o una emanación. A veces, parecía más una enfermedad de los ojos que una realidad de la naturaleza.

Fuese lo que fuese, iba por todo el paisaje una inquietud turbia, hecha de olvido y de atenuación. Era como si el silencio del mal sol tomase por suyo un cuerpo imperfecto. Se diría que iba a suceder algo y que por todas partes había una intuición, debido a la cual lo visible se velaba.

Era difícil decir si el cielo tenía nubes o más bien nieblas. Era un torpor empañado, aquí y allí colorido, un acenizamiento imponderablemente amarillento, salvo donde se deshacía en color rosa falso, o donde se estancaba azuleando, pero allí no se distinguía si era el cielo que se revelaba, si era otro azul que lo encubría.

Nada era definido, ni lo indefinido. Por eso apetecía llamar humo a la niebla, porque no parecía niebla, o preguntar si era niebla o humo, porque no se advertía nada de lo que era. El mismo calor del aire colaboraba en la duda. No era calor, ni frío, ni fresco; parecía componer su temperatura con elementos sacados de otras cosas que el calor. Se diría, de verdad, que una niebla fría a los ojos era caliente al tacto, como si tacto y vista fuesen dos modos sensibles del mismo sentido.

No era, en torno a los contornos de los árboles, o de las esquinas de los edificios, aquel esfumarse de salientes o de aristas, que la verdadera niebla trae, al estancarse, o el verdadero humo, natural, entreabre y entreoscurece. Era como si cada cosa proyectase una sombra vagamente diurna, en todos los sentidos, sin luz que la explicase como sombra, sin lugar de proyección que la justificase como visible.

Ni visible era: era como un comienzo de ir a verse algo, pero en todas partes por igual, como si lo a revelar dudase en ser aparecido. ¿Y qué sentimiento había? La imposibilidad de tenerlo, el corazón deshecho en la cabeza, los sentimientos confundidos, un torpor de la existencia despierta, un apurar de algo anímico como lo oído, hacia una revelación definitiva, inútil, siempre apareciendo ya, como la verdad, siempre, como la verdad, gemela del nunca aparecer.

Hasta las ganas de dormir, que recuerdan al pensamiento, aparté, por parecer un esfuerzo el mero bostezo de tenerlas.

Hasta dejar de ver hace doler los ojos. Y, en la abdicación incolora del alma entera, sólo los ruidos exteriores, lejos, son el mundo imposible que todavía existe.

¡Ah, otro mundo, otras cosas, otra alma con que sentirlas, otro pensamiento con que saber de esa alma! ¡Todo, hasta el tedio, menos este esfumarse del alma y de las cosas, este desamparo azulado de la indefinición de todo!

6 comentarios:

Pablo M dijo...


Genial viñeta, que ridiculiza al nacionalismo, de "El Roto" en El País de hoy.

Se ve un hombre "sembrado" en medio de un campo (sólo la cabeza le sobresale del terreno) y dice:

"Yo soy muy de mi tierra... como las patatas".

Carlos Cay dijo...



Pablo (y todos), no dejéis de ver esto: (poned esta dirección en vuestra barra de navegación)


https://youtu.be/ICblo2Zbz9s

F. dijo...

"Jordi Évole se carga en 2 minutos el sueño independentista de Artur Mas". Esto acompaña al vídeo que nos recomienda Carlos Cay.
Para empezar, eso es una manipulación del asunto de fondo: si tiene o no Cataluña derecho a escoger entre ser independiente o continuar con el estatus actual. Y eso -que es un derecho de los pueblos y de sus partículas elementales que los constituyen, que son los ciudadanos- no depende de la circunstancia puntual de si quienes los gobiernan son o no reos de todo un amplio catálogo de abusos e incumplimientos. Además -por poner un ejemplo- si España fuese la viva imagen del gobierno actual -falaz, ladrón y liberticida- "esto" no era una democracia y no tendría sentido invocar el cumplimiento de las leyes. Pero el estado de derecho (si existe) está por encima de estas particularidades). Y para tener legitimidad, no vale escudarse en leyes limitantes e injustas, sino que hay que responder a las demandas sociales con una legislación acorde. Amparse en la intocabilidad de la ley (cuando conviene) carece de legitimidad.
Quiero decir que una cosa es que los catalanes (una parte, claro) cierren los ojos ante la corrupción y el deterioro de las condiciones de vida de amplias mayorías que ha venido de los gobiernos de CDC (lo que no dejaría de ser absurdo e insensato) y otra que estén legitimados, si existiese una mayoría cualificada (que esa es otra), a exigir la convocatoria de un referéndum decisorio sobre el asunto de la independencia. Porque se escuchan muchas opiniones que advierten de los males que iba a traer consigo la veleidad secesionista..., como si ello quitara legitimidad a quienes, pese a todo, así lo decidieran. Otros se "suicidan" fumando dos paquetes al día; otros esnifando coca, bebiéndose la Rioja entera o practicando deportes de riesgo: es su derecho y parece que nadie se lo discute. Pero esta otra cosa tan razonable y tan elemental (está inscrita en los Derechos Humanos), parece que sí.

Alex Parra dijo...

Fernando Pessoa, uno de los personajes más enigmáticos que ha pisado esta tierra, es un poema muy interesante como en su gran mayoría.

Alifanfarón de la Trapobana dijo...

Qué importa que mis amigos
me saquen a divertir,
si después llegando a casa
de nuevo vuelvo a sentir,
serrana, lo que me pasa.

Lloviendo amares dijo...


En los sueños (escribe Coleridge) las imágenes figuran las impresiones que pensamos que causan; no sentimos horror porque nos oprime una esfinge, soñamos una esfinge para explicar el horror que sentimos. Si esto es así ¿cómo podría una mera crónica de sus formas transmitir el estupor, la exaltación, las alarmas, la amenaza y el júbilo que tejieron el sueño de esa noche? Ensayaré esa crónica, sin embargo; acaso el hecho de que una sola escena integró aquel sueño borre o mitigue la dificultad esencial.

El lugar era la Facultad de Filosofía y Letras; la hora, el atardecer. Todo (como suele ocurrir en los sueños) era un poco distinto; una ligera magnificación alteraba las cosas. Elegíamos autoridades; yo hablaba con Pedro Henríquez Ureña, que en la vigilia ha muerto hace muchos años. Bruscamente nos aturdió un clamor de manifestación o de murga. Alaridos humanos y animales llegaban desde el Bajo. Una voz gritó: ¡Ahí vienen! y después ¡Los Dioses! ¡Los Dioses! Cuatro a cinco sujetos salieron de la turba y ocuparon la tarima del Aula Magna. Todos aplaudimos, llorando; eran los Dioses que volvían al cabo de un destierro de siglos. Agrandados por la tarima, la cabeza echada hacia atrás y el pecho hacia adelante, recibieron con soberbia nuestro homenaje. Uno sostenía una rama, que se conformaba, sin duda, a la sencilla botánica de los sueños; otro, en amplio ademán, extendía una mano que era una garra; una de las caras de Jano miraba con recelo el encorvado pico de Thoth. Tal vez excitado por nuestros aplausos, uno, ya no sé cual, prorrumpió en un cloqueo victorioso, increíblemente agrio, con algo de gárgara y de silbido. Las cosas, desde aquel momento, cambiaron.

Todo empezó por la sospecha (tal vez exagerada) de que los Dioses no sabían hablar. Siglos de vida fugitiva y feral habían atrofiado en ellos lo humano; la luna del Islam y la cruz de Roma habían sido implacables con esos prófugos. Frentes muy bajas, dentaduras amarillas, bigotes ralos de mulato o de chino y belfos bestiales publicaban la degeneración de la estirpe olímpica. Sus prendas no correspondían a una pobreza decorosa y decente sino al lujo malevo de los garitos y de los lupanares del Bajo. En un ojal sangraba un clavel; en un saco ajustado se adivinaba el bulto de una daga: Bruscamente sentimos que jugaban su última carta, que eran taimados, ignorantes y crueles como viejos animales de presa y que, si nos dejábamos ganar por el miedo o la lástima, acabarían por destruirnos.

Sacamos los pesados revólveres (de pronto hubo revólveres en el sueño) y alegremente dimos muerte a los Dioses.

(BORGES)