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martes, 19 de enero de 2016

En venta (por Fernando Aínsa)


Querido Álvaro:
Anoche regresé a Montevideo y estuve probando la moto Triumph Thunderbird, 500 cc. modelo 1954, que has puesto en venta.

La recuerdo, cuando la estrenaste:
impecable con su imponente faro de luces, su cuenta kilómetros integrado y sus tubos de escape cromados.
Adolescentes,
te rodeábamos con esa admiración que apenas disimula la envidia.
A veces nos llevabas a dar una vuelta por la rambla. Sentíamos la brisa de la costa en la cara y nos parecía por un momento que ese “pájaro de trueno” era un poco nuestro.
Anoche,
—cuando regresé después de tantos años—,
me admiró descubrir que la has mantenido impecable, tal como la cuidabas entonces cuando lustrabas su motor, limpiabas los guardabarros y, uno a uno, los radios de sus ruedas.
Charlábamos a tu lado, mientras con un pincel y un poco de gasolina, sacabas todo rastro de aceite o polvo.
Eran aquellas tardes de ocio y buena amistad.
Sin embargo, anoche te sentí un poco nervioso, pálido y enflaquecido, sin aquella calma “pastosa” que te diferenciaba de todos nosotros, siempre agitados y excesivos en nuestros gestos y expresiones. Me dio la impresión que querías vender con cierta urgencia la moto que tanto admiré a mis diecisiete años.
De pie en el garaje de tu casa en Pocitos
—no lejos del viejo MG descapotable que compraste unos años después y que cubres ahora con una lona que no permite ver y sólo recordar su baja silueta—
me dijiste con voz amable, pero tono imperativo: “Te la dejo en cuatrocientos dólares”.
¿Qué pasa Álvaro? ¿Por qué vendes tan barata la moto que todos soñamos tener o conducir, aunque fuera una sola vez? Dímelo.
¿No éramos amigos, no fuimos cómplices de tantas aventuras, no crecimos juntos en aquel barrio, Malvín, de atmósfera tan envidiable: todos compinches, la “barra” brava, “timberos” de noches en blanco, de caminatas errantes o echados por las mañanas en la arena en un círculo de bromas y “púas” intercambiadas con ingenio y rapidez?
Es evidente que mi inesperada visita nocturna no te ha sorprendido aunque, tal vez, temes que sospeche la razón secreta por la que quieres vender la moto de tu juventud, después de tantos años de haberla cuidado y protegido del inevitable desgaste de las cosas.
Me escribiste un día
—y no hace mucho—
que todavía solías pasear con ella por los escenarios de nuestra adolescencia: esas calles
—Pilcomayo, Aconcagua, Arrayán e Itú, como se llamaban entonces, Orinoco, Amazonas, Río de la Plata, Rimac—
en las que dábamos infinitas vueltas a la manzana a la hora de la siesta, yo con una modesta Guzzi de 48 cc y tu cabalgando tu rugiente Thunderbird 500 cc.
Volvías
—me escribías—
a esa rambla, desahogo natural de todos los pesares ciudadanos, pulmón abierto a un río que no tiene en Montevideo más que una orilla.
Volvías
a nuestro barrio a la velocidad razonable que impone una vieja Triumph de 1954, pero con el impecable ronronear de sus dos cilindros de cuatro tiempos.
Respirabas en esas escapadas
—me contaste—
no solo la brisa, sino la atmósfera de otro tiempo, mucho antes que estallara la diáspora del 73 que nos aventó a todos por el mundo, el aire de la inconsciencia con que vivimos los años cincuenta.
Esa alegría de pescar a la “encandilada” en las noches sin luna de verano y freír en la playa, en improvisada fogata, el resultado de habernos paseado los tres
—Eduardo, tú y yo, amigos inseparables—
a lo largo de la orilla.
Tú, con el farol a mantilla, delante, iluminando, “encandilando” la mojarra y algún pejerrey; Eduardo con la manga y la red, pescándolos con la habilidad que le reconocíamos todos; yo, detrás, con un balde donde se recogían los peces agonizantes.

Recorríamos la playa Honda (nuestra playa de siempre) una y otra vez, hasta tener suficiente para sentarnos en la arena, junto al viejo bote abandonado si hacía viento, y freír entre bromas y charlas intrascendentes la “pescadilla” que aligeraba un vino tinto afrutillado comprado a granel.

A ese rincón de la playa

—me escribiste—

volvías nostálgico, pero cansado,

y detenías por un momento la moto para intentar en vano respirar el pasado.

Te decías asomado a su orilla que yo vivo ahora muy lejos y Eduardo nos dejó para siempre hará unos años.

Me gusta tu moto, Álvaro.

En realidad

—lo sabes—

me ha gustado siempre.

Más de cincuenta años después quisiera comprártela.

Tal vez, sólo por eso, he regresado esta noche a Montevideo, aunque sea en el breve espacio de un sueño.

Siento que me has llamado desde lejos para decirme que vendes tu moto y aquí estoy en un sueño que, como muchos sueños, parece durar una eternidad, aunque en realidad sean sólo unos instantes de felicidad los que procuran.

Cuando me he despertado en mi cama de Oliete

—esta calurosa madrugada del mes de agosto de 2013—

ya conducía, como nunca antes pude hacerlo, tu Triumph por la rambla, desde Pocitos,

donde vives ahora,

hacia Malvín, donde vivíamos entonces: acelerando iba descontando los años, remontando el tiempo perdido y al hacerlo, batiéndome el viento la cara, me sentía recuperar aquel olvidado entusiasmo, y si hubiera podido llegar a la playa Honda sin despertarme, habríamos vuelto a reír los tres

—Eduardo milagrosamente resucitado—

junto al bote abandonado de nuestra juventud.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Qué suerte.

Bienaventurado aquél que, de joven, fue joven.

Pablo M dijo...

Juventud, divino tesoro,
ya te vas para no volver.
Cuando quiero llorar, no lloro,
y a veces lloro sin querer.

tERESA pANZA dijo...

El que en pleitos anda metido, aunque los gane los ha perdido.

Cide Hamete Benengeli dijo...

A la puerta de la cárcel
han escrito con carbón
"Aquí el bueno se hace malo
y el malo se hace peor".

Lloviendo amares dijo...

Nuestras vidas son suizas,
tan quietas, tan frías,
hasta que una tarde extraña
los Alpes se olvidan de sus cortinas
y miramos detrás.

Italia está al otro lado
mientras, en medio como un guardia,
los Alpes solemnes,
los Alpes sirenas
se interponen para siempre.

(EMILY DICKINSON)