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sábado, 3 de marzo de 2018

En tu pequeño cráneo (por Saiz de Marco)


No cuentas hasta diez;
ni aun atisbas que tienes dos riñones;
jamás aprenderías a tocar la guitarra;
no sabes leer un texto;
careces de sintaxis:
todo lo más emites unos pocos sonidos sin articulación;
ignoras la noción de continente;
desconoces que la Tierra da vueltas
(de hecho, no sabes qué es el Tierra);
tu yo no reconoces delante del espejo;
no puedes escribir;
pero bajo tu pelo y en tu pequeño cráneo
guardas un recoveco para el amor.


5 comentarios:

Pablo M dijo...

Los perros y los ángeles no están muy lejos.

Anónimo dijo...

El amor es como el hambre y la sed.

ORáKULO dijo...

No todas las cuestiones que la inteligencia se plantea pueden ser resueltas por la inteligencia.

Fuego de palabras dijo...

El goce amenaza al deseo y es normal que el deseo pueda odiar el goce, pueda experimentar una total aversión frente a la detumescencia...



El deseo es lo contrario del hastío, del agotamiento, de la saciedad, del adormecimiento, del asco, de la flaccidez, de la amorpheia...



La novela erótica o la pintura pornográfica no intentan en ningún caso hacer gozar, sino hacer desear.



(QUIGNARD)

cajón desastre dijo...

Como nunca he descubierto en mí cualidades que atrajesen a nadie, nunca he podido creer que alguien se sintiese atraído por mí. La opinión sería de una modestia estulta, si hechos sobre hechos ―esos inesperados hechos que yo esperaba― no viniesen a confirmarla siempre.

No puedo concebir que me estimen por compasión, porque, aunque sea físicamente desmañado e inaceptable, no tengo ese grado de encogimiento orgánico con que entrar en la órbita de la compasión ajena, ni tampoco esa simpatía que la atrae cuando no es patentemente merecida; y para lo que en mí merece piedad, no puede haberla, porque nunca hay piedad para los lisiados del espíritu. De modo que he caído en ese centro de gravedad del desdén ajeno en el que no me inclino hacia la simpatía de nadie.

Toda mi vida ha sido querer adaptarme a esto sin sentir en exceso su crudeza y su abyección. Es necesario cierto coraje intelectual para que un individuo reconozca valerosamente que no pasa de ser un harapo humano, aborto superviviente, loco todavía fuera de las fronteras de la internabilidad; pero es preciso todavía más valor de espíritu para, reconocido esto, crear una adaptación perfecta a su destino, aceptar sin rebeldía, sin resignación, sin gesto alguno, o esbozo de gesto, la maldición orgánica que me ha impuesto la Naturaleza. Querer que no sufra con esto es querer demasiado, porque no cabe en el ser humano el aceptar el mal, viéndolo bien, y llamarle bien; y, aceptándolo como mal, no es posible no sufrir con él.

Concebir desde fuera ha sido mi desgracia: la desgracia para mi felicidad. Me he visto como me ven los demás, y he pasado a despreciarme, no tanto porque reconociese en mí un orden tal de cualidades que mereciese desprecio por ellas, sino porque he pasado a verme como me ven los demás y he sentido un desprecio cualquiera que ellos sienten por mí. He sufrido la humillación de conocerme. Como este calvario no tiene nobleza, ni resurrección unos días después, no he podido sino sufrir con la innobleza de esto.

He comprendido que le era imposible a nadie amarme, a no ser que le faltase del todo el sentido estético; y, entonces, yo le despreciaría por ello; y que incluso simpatizar conmigo no podía pasar de ser un capricho de la indiferencia ajena.

¡Ver claro en nosotros y en cómo nos ven los demás! ¡Ver esta verdad frente a frente! Y, al final, el grito de Cristo en el Calvario, cuando vio, frente a frente, su verdad: Señor, Señor, ¿por qué me has abandonado?

(PESSOA)