No me canso de mirar los árboles desnudos. Álamos,
abedules, tilos —todos los que veo
desde mi ventana—. No puedo comprender qué los hace
extraños y a un tiempo mortalmente hermosos. Debería
hacer algo con ellos, me gustaría dibujarlos,
describirlos, pero no tengo habilidad para hacerlo.
Ni siquiera puedo describir lo que siento
sentado aquí frente a la ventana mirando las ramas oscilantes
en la oscuridad que crece, algunas cornejas solitarias
en el viejo fresno, el abedul que se levanta entre la pila de los leños.
Simplemente escribo sobre ellos, intento nombrarlos:
Populus, Tilia, Betula, Ulmus, Fraxinus,
como otros nombran a sus santos o leen mantras.
Y siento cierto alivio. Quizá veo, incluso,
que estos vástagos y ramas,
este borrascoso diseño cotidiano bosquejado en negro y gris
encierra algo todavía. Como la palma de la mano.
Carácter. Destino. Futuro. Carácter del álamo.
Destino del tilo. Personalidad del abedul. Es difícil
decirlo con palabras. Probablemente no lo sea menos
sin palabras. Los mundos
de los árboles y de los hombres son muy dispares.
Sin embargo,
hay algo casi humano, casi inteligible
en esta red de ramas. Casi una escritura, un
lenguaje que yo ignoro aunque sé
que el texto escrito en él me resulta familiar,
no puede ser muy distinto de lo que leemos
en un libro, en una palma o en un rostro.
4 comentarios:
CUANDO UN AMIGO SE VA (Saiz de Marco)
No tiene nombre. No es un castaño, ni un roble, ni un peral, ni una higuera. Tendrá, a lo sumo, un nombre en latín en libros de botánica. Pero no lo necesita. Es, simplemente, el árbol.
También se ignora quién lo plantó. Sólo se sabe que es alto, grueso y frondoso. Y que está “desde siempre” en el patio del colegio.
Bajo su copa han jugado varias generaciones de niños. Casi todos han trepado por su tronco, han atado una cuerda a alguna rama para hacer un columpio y se han sentado a su sombra a la hora del recreo. Algunos han escrito en su corteza el nombre de su amor, de ese amor inicial a los doce años.
La caída de sus hojas avisaba del otoño. El verdor de sus ramas anunciaba otro abril: de nuevo manga corta, el final de otro curso. Hacia mayo le brotaban unas flores pequeñas y blancas que esparcían por el patio un olor dulce. Y después unos frutos morados y redondos, supuestamente no comestibles (aunque muchos de Preescolar los mordieron y no les pasó nada), que servían para jugar a las canicas.
Hoy van a derribarlo. Se ha hecho viejo y su tronco se ha ablandado, como hueso afectado por la artrosis. La madera presenta signos de podredumbre. Está enfermo.
La noticia ha corrido por el barrio. Los alumnos lo han dicho a sus padres, muchos de los cuales acudieron, de niños, también a ese colegio.
Por eso mucha gente asiste al derrumbe. Tres operarios van a talarlo. Mientras uno corta con la motosierra, los otros tiran de una cuerda atada al tronco.
Finalmente el tronco dobla y cae. Despacio, sin estrépito (las ramas amortiguan la caída), hasta quedar yacente en el patio. En ese patio que ya no será el mismo.
Cuando está en el suelo, muchos se acercan a verlo. El amputado tronco exhibe incontables círculos concéntricos. Hay quien arranca hojas y se las guarda en el bolsillo. Junto a una de las ramas se ve un nido. En el suelo hay trozos de cascarón: huevos de pájaro rotos al caer.
Algunos congregados se van sin despedirse, apresuradamente, no sea que alguien les vea llorar por un árbol.
Todas las cosas pueden ser feas, menos los árboles. ¿Alguien vio alguna vez un árbol feo?
Quien no pueda mandarse a sí mismo debe obedecer.
(NIETZSCHE)
Ya casi no queda nada
de la fragancia de tu ropa
que los tiempos vienen disipando.
Impotente, sólo puedo
depositar mis tristezas
en las melancólicas melodías
de una flauta del vecino.
(NALAN XINGDE)
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