Aprovecho el más antiguo derecho de la imaginación
y por primera vez en la vida convoco a los muertos,
observo sus rostros, escucho sus pasos,
aunque sé que el que ha muerto ha muerto de verdad.
Ya es hora de tomar nuestra propia cabeza entre las manos
y decirle: pobre Yorick, ¿dónde está tu ignorancia,
dónde tu confianza ciega, dónde tu ingenuidad,
tu ya-saldrá-de-alguna-forma, el equilibrio de tu alma
entre la verdad comprobada y la no comprobada?
Creí en su traición, creí en que no merecen nombre
ya que la mala hierba se burla de sus desconocidas tumbas
y los imitan los cuervos y las nevascas se mofan de ellos
—pero éstos fueron, Yorick, sólo falsos testigos.
La eternidad de los muertos dura
mientras se les paga con memoria,
moneda inestable. Y no hay día
en que alguien no pierda su eternidad.
Hoy de la eternidad sé aún más:
se puede dar y quitar.
Al que se ha llamado traidor
tiene que morir junto con su nombre.
Pero nuestro poder sobre los muertos
exige una balanza imperturbable:
para que el juicio no se haga de noche
y para que el juez no esté desnudo.
La tierra hierve y ellos, que ya son tierra,
se levantan, terrón tras terrón, puñado a puñado,
salen del silencio, vuelven a sus nombres,
a la memoria del pueblo, a los laureles y aplausos.
¿Dónde está mi poder sobre las palabras?
Las palabras cayeron al fondo de las lágrimas,
palabras, palabras incapaces de resucitar a la gente,
descripción muerta como una fotografía junto al resplandor
del magnesio.
Y ni siquiera a un mínimo aliento los puedo despertar
yo, Sísifo asignado al infierno de la poesía.
Vienen hacia nosotros. Y filosos como diamantes
—en las vitrinas brillosas por enfrente,
en las ventanas de acogedores departamentos,
en los lentes rosados, en los vasos,
cerebros, corazones— calladamente van cortando.
2 comentarios:
Qué raro sería verlos volver, todos ellos de nuevo en el mundo de los vivos. Y ¿qué nos dirían?
Por aquellas fechas del fallecimiento de Wislawa escribía yo en este limonar:
A la muerte de Wislawa Szymborska.
Mereció la pena el viaje, ¿eh, Szymborska? Venir al mundo en la terrible Polonia en un siglo tan maldito no deja de ser una broma pesada... Pero no todos iban a nacer en las Maldivas, o en Tahití, o en una isba del parque de Redes, en la Astúrica Transmontana. Entonces no iba a tener mayor mérito lanzar granadas de belleza, pues una viviría entre los tallos de las orquídeas que le hacían cosquillas en los sobacos. Y por eso aquella gente es tan risueña. Pero crecer entre rigores, entre crucifijos de lignito y botas claveteadas, no invita a la alegría de cantar a la vida.
Qué lúcido optimismo emana de los versos de Wislawa... Qué canto de esperanza.
Vivió en la adusta Cracovia y parece que la nacieran en el fértil valle del Guadalquivir.
Saludos a la peña
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