Estás en el campo minado otra vez.
Alguien que ahora está muerto
te dijo que es aquí donde aprenderás
a bailar. Nieve sobre los labios como una herida
con sal, saltas entre tus muertes, negro como la menstruación
de un dios. Tus brazos abren pequeñas heridas
en el viento. Eres algo hecho. Y luego
te hicieron sobrevivir, lo cual quiere decir que eres
hijo de alguien. Lo cual quiere decir que si abres los ojos habrás vuelto
a esa casa, estarás bajo una cobija estampada con veleros amarillos.
El novio de tu madre, su calva anillada de pelo rojo
como un planeta incendiado, se hinca
de nuevo junto a tu cama. Olor de whisky y Oreo
molido. La nieve entra por la ventana: cenizas que retornan
de una fábula fallida. Su mano con tinta derramada
sobre tu pecho. Y sigues bailando dentro del campo minado
sin moverte. Las cortinas aletean. La luz ambarina
bajo la puerta. Su respiración. Su cara azul y húmeda: la tierra
girando en la órbita de nadie. Y tú quieres que alguien diga Oye… Oye…
creo que bailas muy bien. Me muero por un poco de vals,
querido. Quieres que alguien diga que todo esto
sucedió hace mucho. Que una noche, muy pronto, empacarás
tu libro de bolsillo favorito y la .45 de tu madre,
que el refugio más seguro siempre fue el pensamiento
sobre tu cabeza. Que es justo (tiene que serlo)
cómo nuestras manos nos lastiman y luego nos dan
el mundo. Cómo puedes amar el mundo
hasta que no quede nada por amar
más que uno mismo. Y luego puedes detenerte.
Luego puedes alejarte de nuevo, de vuelta a la niebla
que empareda el campo minado, donde la arteria en tu cuello
te adora hasta cero. Puedes alejarte. Puedes ser nada
y seguir respirando. Créeme.
6 comentarios:
"Puedes ser nada y seguir respirando". Qué cierto.
Largo y profundo
como un dormir sin sueños
ni pesadillas.
Nacemos y morimos, y esos son los únicos días de nuestra vida que no tienen 24 horas.
Sería preciso que un solo rostro
respondiera por todos los nombres del mundo
(ÉLUARD)
El muerto no es un muerto: es la muerte.
(BORGES)
Los muertos siempre nos miran, dicen,
cuando nos ponemos los zapatos o preparamos un bocadillo;
nos miran por el suelo de cristal de los barcos del cielo,
mientras bogan lentamente por la eternidad.
Ven nuestras coronillas moverse en la Tierra
y, cuando nos tumbamos en el campo o en un sofá,
narcotizados acaso por el zumbido de una tarde calurosa,
creen que les devolvemos la mirada,
lo que les hace alzar los remos, callarse
y esperar, como padres, a que cerremos los ojos.
(BILLY COLLINS)
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