Cada cosa que ha sido nuestra, aunque sólo por los accidentes de la convivencia o de la visión, porque fue cosa nuestra se vuelve nosotros. El que se ha ido hoy, pues, a una tierra gallega que ignoro, no ha sido, para mí, el mozo de la oficina: ha sido una parte vital, por visual y humana, de la sustancia de mi vida.
Hoy he sido disminuido. Ya no soy el mismo del todo. El mozo de la oficina se ha ido. Todo lo que sucede donde vivimos es en nosotros donde sucede. Todo lo que cesa en lo que vemos es en nosotros donde cesa. Todo lo que ha sido, si lo vivimos cuando era, es de nosotros de donde ha sido quitado al partir. El mozo de la oficina se ha ido.
Es más pesado, más viejo, menos voluntario como me siento al pupitre alto y empiezo la continuación de la escritura de ayer. Pero la vaga tragedia de hoy interrumpe con meditaciones, que tengo que dominar a la fuerza, el proceso automático de la escritura como es debido. No tengo ánimo para trabajar sino porque puedo, con una inercia activa, ser esclavo de mí mismo. El mozo de la oficina se ha ido.
Sí: mañana, u otro día, o cuando quiera que suene para mí la campana sin sonido de la muerte o de la vida, yo seré también quien ya no está aquí, libro copiador antiguo que va a ser almacenado en el armario de debajo de la escalera.
Sí: mañana o cuando lo diga el Destino, tendrá fin todo lo que fingió en mí que he sido yo. ¿Me iré a mi tierra natal? No sé a dónde me iré. Hoy, la tragedia es visible debido a la falta, sensible por no merecer que se sienta.
3 comentarios:
Pérdidas, despedidas y separaciones saben a micromuertes.
Catorce años escribiendo, cada mañana, aquel reglón de despedida: “Señor juez, que nadie culpe...” Se comprenderá que el escueto apunte del inicio terminó siendo un volumen de más de cinco mil líneas.
Cada día un agravio, una decepción, una desgracia; de modo que al final de cada uno quedaba todo -pensaba yo- concluido y rematado para que llevara a cabo mi propósito inicial: suicidarme. Pero a la mañana siguiente, nada más llegar a la oficina, volvía a abrir el cuaderno y hacía lo mismo.
Oculta en lo hondo de mi conciencia la causa de aquella amargura: el desdén de Ofelia, mi insignificancia para ella.
Hasta aquella vez que hube de salir para la aduana y que, como por descuido, fingí que olvidaba el cuaderno sobre un pupitre de la oficina, a unos pasos de la mesa de ella. Allí permaneció el resto de la jornada. Cuando lo recogí por la noche nada hacía pensar que Ofelia ni nadie hubiesen curioseado en él: el trocito de papel manila que había dejado de testigo estaba intacto.
Toda la plétora de amarga decepción se desbordó y hube de salir hasta el Nikola a tomar un aguardiente.
No volví a escribir el renglón, pese a que catorce años de rutina lo habían convertido en una costumbre arraigada en mí como un ritual. No. Lo vi claro: si me suicidaba no estaría presente para ver si aquel desplante mío iba a conmover el corazón de piedra de Ofelinha.
Y, como una revelación, comprendí que para aventar aquella negrura, aquella zozobra impenitente, aquel rencor, la angustia..., tenía que matar a Ofelia. Lo hice.
Ahora, escribo esto desde la cárcel de Caxias, mientras oigo la sirena del paquebote que suelta amarras en los Cais do Sodré y zarpa hacia Madeira.
Yo no sé vivir pero ¿quién sabe? No hay escuelas para los esqueletos ni para los ángeles, y todos somos en cierto modo ambas cosas a la vez.
(CHRISTIAN BOBIN)
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