domingo, 16 de septiembre de 2012
Un hombre verde (por Anna Crowe)
Estaba de pie al final del vagón.
Un gigante espantoso vestido de cuero negro,
con franjas y clavos y el pelo rojo cortado a lo mohicano.
Ha venido a sentarse en el asiento de al lado.
Y de pronto: Las plantas son extraordinarias, ¿no es verdad?
La voz, con un fuerte acento del Ulster. Y levanta la mirada del libro,
los ojos brillantes bajo la cresta leonada.
—Si no fuera por las plantas,
si no fuera por los haces vasculares,
nosotros no podríamos mantenernos en pie.
Habla con un crujir de cuero,
con un sonido como el de las ramas de un pinar
al rozarse entre sí. Y una multitud de clavos,
desde las orejas hasta los desnudos brazos con pulseras,
y sus elocuentes mitones con puños de hierro,
relucen y destellan como la lluvia sobre los cardos.
Es un hombre verde que habla hojas.
El frondoso follaje llena el vagón
de rumores susurrados: de palabras que componen
una música linneana, dejando espacio
para que el colobo, la catleya, y la manorina campanera
se asomen a hurtadillas desde las periferias del habla.
Durante una hora dominó la conversación con un lenguaje
tan por encima de mí como una secuoya.
Esquivo como el jaguar, y con todo perdido.
Todo menos aquellos hogareños y resonantes
haces vasculares. Ah, y el salterio.
Tocaba el salterio en un conjunto de folk-rock,
e iba tocar a Newcastle, donde bajó del tren.
Pienso en cómo le había temido,
en cómo tememos lo que no conocemos.
Y cuando escucho por la radio los silbidos
y los tambores de los orangistas que marchan,
intento imaginar la melodía adaptada para salterio,
oyendo las cuerdas mansamente pulsadas,
viendo una figura vestida de negro,
alto como un cedro del Líbano y bailando,
como David con su salterio
ante el Señor.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
6 comentarios:
Un hombre verde precioso, sin duda.
Para verdades, las de Perogrullo, que a la mano cerrá le llama puño.
Hay tantas leyes que nadie puede estar seguro de no ser un malhechor.
Sabemos lo que somos gracias a la quietud de los espejos.
(JAVIER MORENO)
Toda convicción es una cárcel.
(NIETZSCHE)
Le vi salir del hospital
con un abrigo de mujer sobre el brazo.
Evidentemente ella no lo iba ya a necesitar.
Las gafas de sol que llevaba no podían
ocultar su cara húmeda y su desconcierto.
Como una burla el día era brillante
y suave el aire para ser diciembre. Aun así
se subió la cremallera de su abrigo y se ató
la capucha bajo la barbilla, preparándose
para un frío irremediable.
(JANE KENYON)
Publicar un comentario