sábado, 7 de julio de 2012
Seré un tío cualquiera (por Antonio Lobo Antunes)
La casa se va vaciando poco a poco y comienzan a
faltar personas y cosas en las salas que aumentan de tamaño. Aumenta también la
sombra porque hay habitaciones que han dejado de abrirse y en donde el aire se
ha detenido. Aunque no se llenen de polvo parecen muertas, los muebles que
quedan inmóviles y dignos, una fotografía con una sonrisa que no se dirige a
nadie, ojos que han renunciado a alcanzarnos, indiferentes. ¿En qué sitio viven
ahora? En la pared, un cartel con mi retrato de hace siglos, una de esas giras
de lecturas por Alemania: estoy apoyado en la fachada de la catedral de Colonia
y debe de ser verano porque el sol me da en la cara. Otro retrato mío con escritores.
El soporte de las pipas de mi padre. Me llevo una de ellas a la boca y me dan
ganas de verme en el espejo así: ¿me pareceré a Sherlock Holmes? ¿Al comisario
Maigret? ¿A un filatelista inglés? Los hombres con pipa adquieren un aspecto
concienzudo y me gustaba verme con un aspecto concienzudo, responsable y serio.
Un demonio interior me informa de que nunca lo tendré: ha de haber siempre no
sé qué de chico irremediable en mi apariencia, la sospecha de un tirachinas en
el bolsillo, cigarrillos clandestinos. ¿Tú no vas a crecer nunca? Huelgan las
preguntas: no crezco. Ganas de dar puntapiés en latas, de contar el número de
pasos de aquí a la higuera y, si acierto, me ocurrirá algo estupendo esta
semana. Comenzar un libro, por ejemplo. Pero he acabado un libro y aún no tengo
fuerzas para escribir. Tal vez en verano, o a principios del otoño. Por ahora
lo que poseo es una fluctuación vaga que no cristaliza ni cobra sentido. Leo
más, me siento, me levanto, me aburro.
La culpabilidad sin motivo de costumbre. La dueña
del restaurante me deseó un buen fin de semana. Le pregunté
-¿Tuvo alguna vez un buen fin de semana?
y se quedó meditando, como quien investiga. Había
dos perdigueras en la acera, madre e hija. No comprendo por qué los perdigueros
me recuerdan a huérfanos resignados.
Por consiguiente, la casa. En consecuencia, diría
el tío Eloy. Jugaba a las cartas los domingos. No he conocido a nadie con la
barba tan bien afeitada. Si no tenía en la mano una gran escopeta suspiraba
invariablemente.
-Hace muchos años que soy alguacil y nunca he visto
nada igual
y los peces del lago desfallecían por el calor. Sus
bocas, asmáticas. El molino del pozo, parado, con el timón en busca de vientos,
chirriando. El reloj de péndulo, en medio de la escalera, balanceaba asuntos suyos,
panzón y solemne. Me gustan los relojes panzones: no tienen prisa, pasan horas
lentísimas, nos dan esperanzas más largas: no vamos a ser grandes, no vamos a
ser viejos. El problema es que las horas de los relojes panzones son diferentes
de las horas de los relojes de pulsera, empujándonos frenéticas. No uso reloj
de pulsera para que no se impaciente conmigo
-¿Y?
arrastrándome hacia la mañana, que lo parta un
rayo. Quieren llegar en un instante al Juicio Final, cuando Dios separe a los
justos de los pecadores. ¿De qué lado quedaré? ¿A la derecha, a la izquierda?
Uno o dos peces flotan en el lago, panza arriba. Doblaba un alfiler a modo de
anzuelo, le clavaba una bola de miga de pan, lo ataba a una cuerda y nunca
llegué a pescar ninguno. Nunca llegué a cazar tampoco. Mentira: poníamos un
farol en un jeep, por la noche, y andábamos por el bosque sin rumbo detrás de
antílopes sable, disparando ráfagas. Las pupilas de los animales, rojas en la
luz. De vez en cuando pillábamos un asno salvaje o algo así. Lo que hoy me
asombra es que no nos pillase a nosotros alguna mina o algún grupo del
Movimiento Popular de Liberación de Angola. No me acuerdo de a qué sabía
aquella carne. Debo de estar a la izquierda de Dios, en el grupo de los
pecadores, por haberme liado a tiros con los asnos salvajes.
El primer sargento
-Los señores oficiales no están bien de la cabeza
y volvía a su barraca a hacer cuentas. Pasaba
treinta veces al día delante de mí y cada una de las treinta veces, venía.
Disculpe, primer sargento. Era sólo un pobre diablo atormentado por la úlcera.
Le daba unas pastillas y él se ponía blanco de la angustia. Sudaba a raudales
el pobre:
-No tengo edad para esto
así como yo no tengo edad para ver que la casa se
vacía poco a poco. Apenas vuelva en mí, seré una sonrisa en una fotografía que
no se dirige a nadie:
-¿Quién era aquél?
y ni una fecha, ni un nombre en el reverso:
-Yo qué sé, un tío cualquiera.
En cuanto vuelva en mí, eso es lo que seré: un tío
cualquiera, un abuelo cualquiera, un primo cualquiera, un asno salvaje huyendo
por la hierba. Buen fin de semana, António Lobo Antunes: cuando estés mejor de
ánimo, silba.
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9 comentarios:
Creo que para entender bien este texto es necesario saber que Lobo Antunes (médico de profesión) estuvo en Angola formando parte del ejército portugués en la guerra contra los indígenas independentistas. En un libro de entrevistas Lobo Antunes cuenta que en una ocasión vio a un grupo de soldados jugando al fútbol usando como balón la cabeza de un enemigo muerto. Dice que, si en ese momento el árbitro (o sea, el Supremo Árbitro) no intervino para parar el juego, quiere decirse que no hay ningún Supremo Árbitro.
Durante un tiempo Babelia, el suplemento cultural de El País, estuvo publicando textos intimistas y líricos como éste escritos por Lobo Antunes, y me gustaba mucho leerlos, pero luego por alguna razón dejó de publicarlos.
Saludos y enhorabuena por esta página web.
Mucho te quiero, niña,
y más te quisiera
si ese novio que tienes
no lo tuvieras.
Todo contratiempo es una oportunidad disfrazada.
Donde no hay mata, no hay patata.
La listeza es la inteligencia degradada por la astucia, la trampa, la codicia, la gorronería y la moral del sálvese quien pueda.
(JOSÉ ANTONIO MARINA)
No tiene culpa
de nada de lo mío
el pobre espejo.
(RAFAEL BALDAYA)
Un intelectual que no sea claro es un intelectual perdido.
(EINSTEIN)
Ha sido mi gran sorpresa
ver lo que más he esperado
cuando ya nada se espera.
(MACHADO)
Mitificar a alguien no implica tanto exagerar sus virtudes como eliminar sus defectos.
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