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lunes, 1 de agosto de 2016

Todo lo que no es mío (por Fernando Pessoa)


Yo nunca he hecho más que soñar. Ha sido ése, y sólo ése, el sentido de mi vida. Nunca he tenido otra preocupación verdadera que mi vida interior. Los mayores dolores de mi vida se me esfuman cuando, abriendo la ventana que da a la calle de mi sueño, puedo olvidarme en la visión de su movimiento.

Nunca he pretendido ser más que un soñador. A quien me ha hablado de vivir nunca le he prestado atención. He pertenecido siempre a lo que no está donde estoy y a lo que nunca he podido ser. Todo lo que no es mío, por bajo que sea, ha tenido siempre poesía para mí. Nunca he amado sino a ninguna cosa.

Nunca he deseado sino lo que no podía imaginar. A la vida, nunca le he pedido sino que pasase por mí sin que yo la sintiera. Del amor apenas he exigido que nunca dejara de ser un sueño lejano. En mis propios paisajes interiores, irreales todos ellos, ha sido siempre lo lejano lo que me ha atraído, y los acueductos que se esfuman —casi en la distancia de mis paisajes soñados- tenían una dulzura de sueño en relación a las otras partes del paisaje, una dulzura que hacía que yo pudiera amarlos.

Mi manía de crear un mundo falso todavía me acompaña, y sólo cuando muera me abandonará. No alineo hoy en mis gavetas carretes de cuerda y peones de ajedrez —con un alfil o un caballo acaso sobresaliendo— pero me da pena no hacerlo… y alineo en mi imaginación, cómodamente, como quien en el invierno se calienta a la lumbre, figuras que habitan, y son constantes y vivas, mi vida interior.

Tengo un mundo de amigos dentro de mí, con vidas propias, reales, definidas e imperfectas. Algunos pasan dificultades, otros llevan una vida bohemia, pintoresca y humilde. Hay otros que son viajantes de comercio. (Poder soñarme viajante de comercio siempre ha sido una de mis grandes ambiciones -¡desgraciadamente irrealizable!-). Otros viven en aldeas y villas, allá hacia las fronteras de un Portugal que hay dentro de mí; vienen a la ciudad, donde por casualidad los encuentro y reconozco, y les abro los brazos emotivamente. Y cuando sueño esto, y me veo encontrándolos, todo yo me alegro, me realizo, me exalto, me brillan los ojos, abro los brazos y siento la felicidad incomparable, real.

¡Ah, no hay añoranzas más dolorosas que las de las cosas que nunca han sido! Lo que siento cuando pienso en el pasado que he tenido en el tiempo real, cuando lloro sobre el cadáver de la vida de mi infancia ida…, eso mismo no llega al fervor doloroso y trémulo con que lloro el que no sean reales las figuras humildes de mis sueños, las mismas figuras secundarias que me acuerdo de haber visto una sola vez, por casualidad, al volver una esquina de mis visiones, al pasar por un portón en una calle que he recorrido por ese sueño.

¡La rabia de que la nostalgia no pueda revivir y levantarse nunca es tan lacrimosa contra Dios que ha creado imposibilidades, como cuando medito que mis amigos de sueño, con quienes he compartido tantos pormenores de una vida supuesta, con quienes tantas conversaciones iluminadas, en cafés imaginarios, he tenido, no han pertenecido, al final, a ningún espacio en el que pudieran ser realmente, con independencia de mi conciencia de ellos!

¡Oh, el pasado muerto que traigo conmigo y jamás ha estado sino en mí! ¡Las huertas, los pomares, el pinar de la quinta que fue sólo en mi sueño! ¡Mis vacaciones supuestas, mis paseos por un campo que nunca ha existido! Los árboles de al borde de la carretera, los atajos, las piedras, los campesinos que pasan…, todo esto, que nunca ha pasado de un sueño, está conservado en mi memoria causando dolor, y yo, que he pasado horas soñándolos, paso después horas recordando haberlos soñado y es, en verdad, nostalgia lo que siento, un pasado que lloro, una vida real muerta que miro, solemne, en su ataúd.

Existen también los paisajes y las vidas que no han sido completamente interiores. Ciertos cuadros, sin subido relieve artístico, ciertos óleo-grabados que había en paredes con las que he convivido muchas horas, pasan a ser realidad dentro de mí. Aquí, la sensación era otra, más hiriente y triste. Me quemaba no poder estar allí, fuesen reales o no. ¡No ser yo, al menos, una figura más, dibujada junto a aquel bosque al claro de luna que había en un grabado pequeño de un cuarto donde dormí de más pequeño! ¡No poder pensar que estaba allí oculto, en el bosque a la orilla del río, por aquel claro de luna eterno (aunque mal dibujado), viendo al hombre que pasa en una barca por debajo de la inclinación del sauce!

Entonces, el no poder soñar enteramente me dolía. Las facciones de mi nostalgia eran otras. Los gestos de mi desesperación eran diferentes. La imposibilidad que me torturaba pertenecía a otro orden de angustia. ¡Ah, no tener todo esto un sentido en Dios, realización conforme al espíritu de nuestros deseos, no sé dónde, por un tiempo vertical, consustanciado con la dirección de mis nostalgias y de mis devaneos! ¡No haber, por lo menos sólo para mí, un paraíso hecho de esto! No poder yo encontrar a los amigos que he soñado, pasear por las calles que he creado, despertar, entre el ruido de los gallos y de las gallinas y el rumorear matutino de la casa, en la quinta en que me supuse… y todo esto más perfectamente organizado por Dios, puesto en ese orden perfecto para existir, en la precisa forma para tenerlo yo, que ni mis propios sueños llegan sino a la falta de conciencia del espacio íntimo que entretienen esas pobres realidades.

Levanto la cabeza de encima del papel en que escribo… Es pronto todavía. Apenas ha pasado el mediodía y es domingo. El mal de la vida, la enfermedad de ser consciente, entra en mi propio cuerpo y me perturba. ¡No haber islas para los incómodos, alamedas vetustas, inencontrables por otros, para los aislados en el soñar! ¡Tener que vivir y, por poco que sea, que hacer cosas; tener que rozarse con el hecho de que haya otra gente, también real, en la vida! ¡Tener que estar aquí escribiendo esto, por serme preciso para el alma el hacerlo, e, incluso esto, no poder soñarlo apenas, expresarlo sin palabras, hasta sin conciencia, mediante una construcción de mí mismo en música y desvanecimiento, de modo que me subieran las lágrimas a los ojos sólo de sentirme expresarme, y yo floreciera, como un río encantado, por lentos declives de mí mismo, cada vez más hacia lo Inconsciente y lo Distante, sin sentido ninguno excepto Dios!


6 comentarios:

Unknown dijo...

Pessoa es un personaje de sí mismo. Lo que dice acerca de su experiencia de vivir me resulta muy lejano a medida que me voy haciendo mayor, a pesar de que en mi juventud me gustaba mucho. Ahora, este poema me resulta conmovedor pero distante. Pero esto es literatura: leer para saber cómo son los demás, y de paso cómo somos nosotros mismos. Saludos cordiales

Pablo M dijo...

Y yo que creo que Pessoa, con toda su ristra de heterónimos, no se tomaba a sí mismo muy en serio. Ni siquiera ahí habla Pessoa, sino un tal Bernardo Soares que nunca existió... salvo en su imaginación.

Cide Hamete Benengeli dijo...

Buscando lo mejor
despreciaste lo bueno
y al final te quedaste
sin mejor y sin bueno.

Anónimo dijo...

Yo lo sabía así:

Por buscar lo mejor,
lo bueno despreciaste.
Y al final sin mejor
y sin bueno quedaste.

En definitiva es lo mismo que quiere decir el refrán "Lo mejor es enemigo de lo bueno".

ORáKULO dijo...

Si se dan las condiciones necesarias, hazlo.

Si no se dan las condiciones necesarias, hazlas.

Fuego de palabras dijo...

El descenso nos llama
como nos llamaba el ascenso.
La memoria es una especie
de consumación,
una suerte de renovación,
incluso
de inicio, pues los espacios que abre son lugares nuevos
habitados por hordas
de especies
hasta entonces impensadas;
y sus movimientos
se orientan hacia nuevos objetivos
(aun cuando antes hayan sido abandonados).
Ninguna derrota es enteramente una derrota, pues
el mundo que abre es siempre un sitio
hasta entonces
insospechado. Un
mundo perdido,
un mundo insospechado,
abre paso a nuevos lugares
y no hay blancura (perdida) tan blanca como el recuerdo
de la blancura.

(WILLIAM CARLOS WILLIAMS)