zUmO dE pOeSíA

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domingo, 6 de mayo de 2012

Para decirla toda enteramente (por Vicente Valero)

Para decir por fin la primavera,
para decirla toda enteramente,
por fin y hasta el final,
a solas -y ahora ya con esta luz
nueva del bosque:
luz llena de caminos invisibles,
de claros con sentido-,
subo hasta aquí en silencio cada día,
subo sin más, acudo
siempre y con sed a donde deseaba,
te vengo a ver a ti,
árbol azul y fuerte, sin descanso,
para decir que yo la he visto, entera,
la primavera toda,
que la conozco de verdad,
árbol lleno de estrellas muchas veces,
o que me llama sin saberlo,
con sus palabras húmedas,
lentamente...

La música mejor del mar
y el polen perfumado cada día
dan al aire este cálido trayecto
en verdes tan distintos, mientras subo
a solas, con mi sed,
de la misma manera que las nubes
suben también conmigo,
vienen, a solas me acompañan,
se diría, o hacen ver que me siguen, todas,
muy blancas, sin saberlo,
parece que me siguen de verdad,
conmigo, a lo más alto.
Subo en silencio muchas veces, solo,
pero como si en la subida,
durante el discurrir principalmente,
hubiera pájaros en mí, adentro,
pájaros invisibles
que tal vez nunca más veré:
pájaros de colores
y vuelos prodigiosos casi siempre.
O como si también hubiera en mí,
durante la subida,
en mi interior lleno de pájaros,
brasas húmedas y tristes
de hogueras que están lejos
y frías sobre todo:
brasas de voces que han ardido
azules, junto al mar.
Y ahora yo llamo a este subir tan mío,
tan claro y diferente,
a este subir a solas sin dudarlo,
yo ahora lo llamaría, una vez más,
sólo subida propia
y verdadera.

Para decir que sí, que yo la he visto,
la primavera entera, de verdad,
llena de nuevas claridades, rojos
abiertos, llena de amarillos,
de extraños amarillos casi verdes,
subo hasta aquí en silencio,
hasta llegar a ti, árbol del bosque,
árbol que estás (me digo)
siempre allá arriba, en el reflejo
total y cíclico del sol,
en la llanura azul del cielo,
pero mirando al mar. (Sé que oyes olas
en ti y el mar oye las tuyas,
las olas de tus ramas,
cuando el aire las trae, las lleva y las extiende,
en paz y sin descanso,
solo y despacio, cada día,
siempre desde el principio y porque sí...)
Para decir la primavera,
para decirla toda, muchas veces,
subo entonces por fin: tomo el camino
también azul y fuerte
de los acantilados. Y escucho en mi subir
una respiración que reconozco,
el aire sin final de lo que viene: luz
de la tarde bañando los almendros,
mostrando abiertamente
toda la plenitud de su caída.
Saludaré al asfódelo primero
y seguiré seguro mi camino hacia el árbol
transparente y fecundo,
hacia el árbol que sé, que yo recuerdo,
siempre lleno de estrellas,
porque es el árbol siempre que está arriba.
Todo lo que hay en él me pertenece:
ramas, cortezas, animales, frutos,
muerte y resurrección,
principalmente las raíces,
pero también el sol del mediodía
que lo calcinará... No me detengo
hasta llegar a él,
aunque me asomo muchas veces
a nuevos precipicios,
voy buscando una altura, un horizonte
oscuro y vertical que me recuerde
la salida primera,
la que yo digo andando todavía
hacia el bosque total,
la palabra que vuela por el aire
y ya no vuelve.

La primavera nunca es lo primero:
a ella se llega solamente.
Está al final: es la salida
de todas las salidas.
Lo que existe después de lo que existe,
su renacer más claro.
Adonde por fin llegan siempre
los pájaros que vemos,
los ríos que esperamos cada noche,
más allá de la luz.
Adonde vienen a beber
las miradas salvajes, primitivas,
de los que están a punto
de perderse sin más:
allí donde los sueños se confunden,
tiemblan en su ascensión,
entre el verde que no se deja ver
y el verde que pisamos
a oscuras todavía...
La primavera es todo lo que queda
después de lo que queda muchas veces
por ver y por decir.
Está al final: es el momento
de la celebración interminable,
del canto entre la hierba.
Es el lugar de la palabra sí
pero el lugar también indiferente
de su secreto sacrificio.
Adonde por fin llegan siempre
los días del amor,
las huellas invisibles del deseo.
Es la visión de una promesa
y la posada alegre
de nuestros pensamientos.
Adonde por fin vienen a beber
todos los fuegos, todos
los animales diferentes, blancos,
de la imaginación.
Y está siempre al final: es la salida
transparente, la única
salida verdadera que recuerdo,
mientras camino a solas,
muchas veces...

Y así, después de todo, yo diría,
cerca del árbol que está lejos,
viendo ponerse el sol
sobre el bosque violeta o azulado,
que esto es precisamente y sin saberlo,
lo que quiero saber,
cerca del árbol que me espera,
todo lo que yo sé mientras respiro
y subo hasta el final.
Lo que puedo decir por fin acaso
que he buscado saber,
ahora que miro desde arriba
todas las amapolas,
y siento que su luz hoy me acompaña
sin apenas esfuerzo.
Y ahora quizás podría ver también
en esta luz tan roja y diferente,
que ilumina mis pasos,
en esta luz en flor que ahora respiro
sin fin y sin saberlo,
la ruta sin edad, desconocida,
de los que ya no están
aquí, como nosotros, abrazando
una verdad como la nuestra,
una verdad en llamas,
oscura y sin descanso, cada día.
O cuando toco con mis dedos
no ya las hojas verdes,
sino también su propio y misterioso
crecimiento, y a este crecer
tan puro que transforma,
que todo lo transforma muchas veces,
ahora lo llamo sólo
empezar a vivir... Saben los pájaros
mejor que nadie todo esto,
lo celebran en paz,
tal vez incluso lo comprendan
de algún modo. Yo sólo lo pronuncio,
es un saber que no puedo saber,
que rozo con mi boca,
me lo digo a mí mismo en la subida,
no para comprenderlo,
sino para nombrar con sencillez
aquello que he tocado casi siempre
subiendo a este lugar:
para decir por fin la primavera,
a solas, todavía, muchas veces,
con las palabras siempre nuevas,
blancas de cal, con el salitre
quemándome los labios...

Quién lo ha sabido de verdad
y quién no lo ha sabido.
John Keats sí lo sabía (por ejemplo),
al menos cuando dijo:
tú también tienes música.
Tal vez también lo supo Shelley,
leyendo bajo el mar
de su noche más lenta y prodigiosa,
los versos invisibles
del amigo: palabras para el agua
verdadera. Y el loco
junto al Neckar, aquel que saludaba
a todos muchas veces,
también lo supo, por supuesto,
quizás cuando soñaba
que a oscuras era un dios únicamente,
únicamente como un río
lleno de flores rojas
y amarillas... A veces me pregunto,
sí, como un juego más de mi subir,
de este subir tan solitario,
quién lo ha sabido de verdad
y quién no lo ha sabido.
Cómo aprender lo que se sabe
a oscuras sin saberlo.
Cómo aspirar de cada cosa
el perfume secreto
de lo que ha estado siempre y se revela
en lo más alto y puro
de nuestra soledad...
Porque se ve
y se oye muchas veces,
en el granado viejo del camino,
en los matices tímidos y lentos de la luz,
en las hojas mojadas que tocamos,
sólo al atardecer,
y en las primeras tórtolas
del año... Y luego, allí, una vez más,
donde el árbol azul y fuerte,
por fin cuando he subido,
en la sombra también llena de verdes
y rojos muy violetas,
sólo al atardecer,
puede ser escuchado y yo lo escucho
a solas, cada día,
para mí... Y esto no es sólo una lección
de primavera más, es más
que una nueva lección
que olvidaré
también: yo ahora lo llamo sólo
respiración de abril,
un ejercicio imprescindible, el último,
para ascender, volar,
salir ya para siempre de uno mismo,
empezar otra vez, ser tallo
tierno, o brote
todavía.
Los muertos sí lo saben
todos (me digo), algunos
antes incluso de morir, muriendo
poco a poco, lo saben: miran
más allá de sí mismos,
en su interior transfigurado,
y ven, ven otras sombras diferentes,
imposibles...

Porque no hay primavera sin dolor,
ni dolor verdadero
que no florezca milagrosamente,
que no contenga el polen
de la primera luz, de la salida.
En el dolor también
crece la hierba y la miramos
siempre subir tan alta,
hacia el cielo, con su respiración
de primavera nueva.
En el dolor todo se ve, desnudo,
sin límites, muy lejos
o muy cerca. (Morir, nacer: se sabe
en el dolor principalmente,
podemos contemplarlo,
incluso cuando el llanto nos obliga
a mirar hacia adentro,
sólo hacia adentro y nada más). Sí,
desde donde está el árbol,
ahora puedo oírlos muchas veces:
caballos invisibles
entrando en su pirámide solar,
felices, cabalgando
hacia poniente. Pájaros sedientos en la higuera
renacida del bosque,
entre las ruinas de un horno de cal,
todavía muy blancas. ¿Para qué
la primavera cada día
y el árbol vierten sobre mí licores
espesos, indomables, puros,
licores de recuerdos,
de imágenes lejanas, casi a oscuras,
casi invisibles? Y ahora voy,
una vez más, entrando en esta sombra
perfecta de mi árbol
dejándome asombrar completamente.
Vienen a mí los días que perdimos,
las palabras azules y olvidadas,
las manos de la infancia
que acarician aún
la claridad sin fin de mi cansancio,
desde su más hondo duelo:
todo un paisaje contenido en mí,
que parece entregarse,
volver intacto a mi memoria,
volver para ser dicho.
También aquí en su noche
hay flores amarillas. (Me pregunto
qué música era aquella
que crecía en los sueños muchas veces,
se entregaba en abril, cuando el cerezo
era una pura luz, iluminaba.)
También aquí en su noche
hay pájaros despiertos que vigilan
a oscuras mi cansancio.
Y en esta sombra soy por fin el que ya he dicho,
sólo el que aprende cada día
a dejarse llevar del todo,
sin saberlo, por esto que yo ahora llamo a solas
sólo mirar el aire -y siempre aire
lleno de polen solamente.

Bajo el árbol de abril
siento que busco y que ha llegado
la lluvia a este lugar,
la lluvia llena de veladas claridades,
de fuegos húmedos.
Están las hojas acercándose
cada día a mi boca.
Y yo me acerco a un río
que corre lentamente hacia una sombra
enamorada y plena.
Lo veo descender mientras respiro,
mientras oigo en silencio
su promesa fugaz, este murmullo
siempre desesperado,
y empiezo a preguntarme cuánto,
cuánto tiempo podré seguirle
todo, con la mirada,
hasta verlo llegar
por fin a alguna parte cada día,
para decir la primavera,
para decirla de verdad, entera, toda
la primavera muchas veces.
Desde el árbol la luz es un perfume
que llega hasta nosotros y nos dice
cómo seguir aquí.
Es un amor paciente: busca las hojas nuevas,
los frutos venideros.
Y es la aventura íntima del aire,
que al expandirse libre nos ofrece
un secreto espectáculo:
el vuelo silencioso, total, de los colores,
la huida verdadera.
En la línea de hogueras invisible
hay un agua muy dulce.

El sueño de la hierba ya no basta
para ver florecer
interminablemente la llanura
callada de la noche, y ahora descenderé
por el mismo camino,
sólo que los asfódelos brillarán mucho más,
serán mucho más blancos.
La luna de la primavera es fría
y el cielo es todavía el gran espejo
que queríamos ver
para mirarnos. Oigo a los alcaravanes
disputando su trozo
de tierra, con estrépito infernal,
ofreciendo a las flores
oscuras su ruido.
Y ahora oigo también,
a solas, muy adentro,
entre las telarañas perfectas de la noche,
en el bosque de siempre
-seguro y generoso hasta el final-,
cuando vuelvo por fin, las voces limpias
y dulces del camino:
huellas y voces me acompañan,
sombras alegres, nuevas, cuando vuelvo,
la música mejor que yo ya sé,
la primavera de verdad,
cuando vuelvo en silencio cada día,
después de haberla dicho muchas veces,
la primavera entera,
ahora también a oscuras, en secreto,
para mí...

Y a este volver del árbol,
a este bajar nocturno sin descanso,
yo ahora lo llamaría
sencillamente así: volver
un día más del árbol que está arriba.

6 comentarios:

Sandra dijo...

Bien escrito y por momentos brillante, pero demasiado largo. No sé por qué pero no me van los poemas tan largos.

Anónimo dijo...

Yes, Sandra, it´s too long

LA PHRASE LAPIDARIA dijo...

Hay más respuestas en el universo que preguntas en la mente de los hombres.

Agridulce dijo...

A mí tampoco me ha molado.

Cide Hamete Benengeli dijo...

Un moreno agraciado
tiene virtud
porque a todas las enfermas
les da salud.

Fuego de palabras dijo...

Llueve sobre la casa de mi madre.
El agua descuartiza las paredes.
De pie, bajo la lluvia, ante el umbral contemplo
cómo pasan las sombras,
cómo pasan las sombras de las sombras,
a través de los siglos y los siglos.

Este solar,
que alguna vez fue huerta, cuadra,
horno de pan, taller de alfarería,
vio desfilar las águilas de Roma
y ya llevaba mil años habitado.
Desde aquel remotísimo fenicio
que atravesó la niebla y los pantanos
y cobijó sus sueños tras un muro
en el siglo, ¿cuál?, antes del tiempo.

En su recinto
hubo alegría y duelo;
en primavera, flores y, en el invierno, lumbre.
Engendrados y muertos en la casa
se sucedieron hombres y mujeres
bajo los alminares y los galeones
como las hojas de los árboles.

Acaso pudo dar refugio
a un soldado de Urbina
o alojar a una escuadra de dragones franceses,
y escuchó –esto es seguro-
las radiadas arengas de Queipo de Llano
(«y nadie se atrevía a asomarse a las ventanas»).

Sentados a la mesa cuatro niños
atienden a sus juegos.
Mi madre borda y canta,
junto al balcón su padre lee
y una luz cereal ilumina la estancia.
Es una tarde clara de verano.
La última.

(JOSÉ MARÍA JURADO)